Isabel Mateos se disculpa constantemente por meter el euskera en la conversación: «Perdona, es que me sale», se excusa tras soltar un «bai» en lugar de un sí. El cruce del idioma no es de extrañar si se tiene en cuenta que esta mujer salió hace ya algunas décadas de su Valdeperdices natal para instalarse en el País Vasco, como tantos otros de por aquí. Tocaba buscarse la vida y su familia la llevó para el norte desarrollado cuando ella aún se asomaba a la adolescencia, a los 14. Allí, en Barakaldo, conoció tiempo después a Carlos, el marido, un burgalés con el que se dio la mano y miró al futuro lejos del hogar que la vio nacer.
La historia de Isabel es la de la persona que se marchó de Zamora siendo poco más que una niña, pero también la de la mujer que nunca rompió el vínculo. A pesar de los kilómetros, de los vaivenes de la vida o de las complicaciones que causan tres hijos, ella jamás le dio la espalda a la tierra, y con su carácter consiguió que toda la familia que montó allí donde la llevó el destino tuviera claro dónde estaba el origen. «Todos los hijos vienen, y también los cuatro nietos, claro», apunta.
Mientras explica todo esto, June y Luken escuchan a la abuela, a su amama. Ninguno de los dos nació en Valdeperdices, ni siquiera sus padres lo hicieron, pero ellos sienten esta tierra como propia. Desde hace un par de semanas, y hasta que este fin de semana lleguen sus padres, la chica, de 12 para 13 años, y el chico, de 11, están a cargo de Isabel y de Carlos en el pueblo, y en este 26 de julio, Día de los Abuelos, conviene subrayar no solo la tarea de cuidado que realizan los mayores; también la labor de fortalecimiento del arraigo, tan importante para ampliar el catálogo de vinculados a la Zamora rural.
Desde luego, la personalidad de Isabel y el convencimiento con el que habla de lo suyo ayudan a forjar la identidad: «Ellos han sacado muy buenas notas y sus aitas les han dicho que pueden venir aquí, que se lo pasan muy, muy, muy bien», señala la abuela. Los niños asienten y explican por qué esas ganas de cambiar Llodio por Valdeperdices cada vez que asoma el calor y se pueden guardar los libros: «Aquí tenemos los amigos, vamos a la piscina, a veces al río, a los pueblos de al lado…», enumera Luken.
Su hermana June matiza que también desembarcan aquí en Semana Santa para reforzar las relaciones con ese grupo de amigos del veraneo que ellos ahora están forjando y disfrutando con intensidad, y que su padre, sus tíos y su abuela también tienen asentado desde hace muchos años: «Casi todos los míos son como yo. Se marcharon para Bilbao y ahora son los aitites… Perdón, otra vez», lamenta Isabel. Pero el mensaje está claro: quienes un día se marcharon, ahora regresan, y lo hacen con los nietos, mientras los padres de los niños, en ocasiones, siguen trabajando allá donde residan.
«¿Cuidarlos? De maravilla»
¿Y qué tal lo de cuidar a los niños a tiempo completo? Para Isabel, «de maravilla». «Ya los tenemos allí en Amurrio, que es donde vivimos nosotros», indica la abuela, que explica que a su casa van Luken y June, pero también los otros dos, más mayores: «Ellos duermen a veces allí en mi casa, y ahora este pequeño me dice: amama, tenemos que pasar más tiempo juntos. En realidad, estamos juntos todos», destaca la mujer que guió a todos los demás hacia Valdeperdices.
Isabel abrió el camino, pero los que vienen, los más pequeños, aspiran a continuarlo: «Nos gustaría seguir viniendo de mayores», recalca Luken, mientras June asiente. Los dos posan después para la foto con la abuela y ponen rumbo al lugar al que querían irse desde hacía un rato: la pista deportiva. «Vamos a jugar al fútbol», matiza ella, dispuesta a exhibir su zurda con la pelota. Luego, agarra la bici y se va, con su hermano atrás.
La abuela los mira marchar antes de recogerse. Más tarde, saldrá al fresco y a ejercer un control con libertad de los movimientos de sus nietos. No parece causarle demasiado trastorno. Antes de despedirse, Isabel hace una confesión: «Cuando me muera, quiero que al menos echen una parte de las cenizas por aquí por esta plaza, para que yo pueda cotillear. Con el resto, que hagan lo que quieran». Si pudiera observar lo que ocurre cuando ya no esté, probablemente esta mujer vería a los descendientes que un día cuidó recorrer las calles de su pueblo con las siguientes generaciones.