«Solo pensaba en que todo pasara y fuese un día normal». José Manuel Pazos recuerda así el instante en el que el fotógrafo captó la imagen que encabeza este reportaje: él, con la vista clavada en la ventana de su casa en Pumarejo de Tera. Tras el cristal estaba el desastre: el humo en el horizonte, el fuego a las puertas. El incendio de Losacio se había declarado unas horas antes, en la tarde del 17 de julio de 2022, a decenas de kilómetros de su casa, pero ya estaba allí como el peor fuego registrado en Zamora y en el resto de España desde que había datos, apenas un mes después de la catástrofe similar en la Sierra de la Culebra.
Para José Manuel y para muchos vecinos de Pumarejo de Tera y de los pueblos de la contorna, aquellas horas fueron «un agobio» interminable: «Nunca te habías visto en esa situación y estaba el miedo de que se acercara a tu casa y te quemara todo», recuerda, dos años después, este joven que aún señala el lugar por donde se aproximaban las llamas: «Podría haber seguido por las parcelas de paja y llegar hasta las mismas casas», indica el testigo de los hechos, que tiene claro que el fuego «paró donde quiso».
José Manuel Pazos fue uno de los vecinos de Pumarejo que se quedó en el pueblo por su cuenta y riesgo. La localidad, como otros 33 pueblos de la provincia, fue desalojada ante la proximidad de las llamas, pero decenas de hombres y mujeres permanecieron en su tierra en aquellas horas críticas para tratar de ayudar a los profesionales: Aquí, llegó al canal y no cruzó más. Yo solo estaba pensando que aquello terminara y la gente pudiera volver», recuerda este vecino.
En Pumarejo, la cercanía del fuego llevó al límite a muchas de las personas que estuvieron allí aquel día del fatídico verano del 22. Aún hoy se pueden observar restos de lo quemado a apenas un puñado de metros de las zonas habitadas. De hecho, desde la altura de la parte de las bodegas del pueblo se observa con nitidez hasta qué punto la localidad corrió un riesgo cierto. Y por aquí eso no se olvida.
Un hombre y una mujer que prefieren no dar sus nombres lo comentan en el bar, al tiempo que añaden que los efectivos de extinción no llegaron. O al menos no lo hicieron a tiempo: «Esto tenía que arder por lo que fuera», señala ella, al tiempo que apunta que esa es una opinión generalizada en Pumarejo. José Manuel Pazos prefiere ser más prudente. «A lo mejor podían haber venido un poco antes, pero esto era imposible», asegura.
Respeto y angustia
Entre las personas que estuvieron aquel día por la zona se encontraba también Emilio Fernández, diputado de zona y conocedor del entorno: «No hay nada peor que el fuego cuando viene de esa manera», subraya el político, que comprende los mensajes que apuntan a una intervención mejorable: «La impotencia es lo que te da que pensar. Seguramente algo más se podría haber hecho, pero no estábamos acostumbrados a algo así», sostiene el también alcalde de Villanázar.
Aquel día, Fernández recorrió varios pueblos de la zona y comprobó con asombro cómo el fuego saltaba 300 metros de embalse para continuar con un avance que parecía imparable: «No sentí miedo, pero sí muchísimo respeto y angustia. Recuerdo estar en la zona de Junquera y no ver ni dentro del coche por culpa del humo. Aquello era algo insólito y no había manera de cortarlo, también por culpa del viento y de las temperaturas que había», aclara el diputado.
Fernández desliza también el efecto perjudicial que genera en este tipo de catástrofes el hecho de que haya muchas casas abandonadas, solares por limpiar que muchas veces ni siquiera tienen un propietario definido y una ausencia cada vez más notoria de la ganadería extensiva en los montes. «Al final, el abandono va llegando», analiza el representante de la zona, que aún así remarca que «catástrofes siempre ha habido». Se trata de «aprender» para que no vuelva a ocurrir.
Desde luego, Zamora tiene cumplido el cupo de los desastres con los dos incendios devastadores que sufrió en 2022. El de Losacio, declarado el 17 de julio, apaciguado el 19, reactivado el 25 y finalmente extinguido del todo el 31 de agosto, calcinó más de 31.000 hectáreas, provocó el desalojo de 34 localidades en su primera fase y de varias decenas más en la segunda y, sobre todo, causó la muerte de cuatro personas: Daniel Gullón, Eugenio Ratón, Victoriano Antón y Ángel Martín.
Para los más afectados, todavía costará un tiempo pasar página. Para la provincia en general, cada incendio que se declara ahora trae consigo la sombra de lo que se vivió en aquel verano. Pero mientras tanto la vida continúa. Lo hace para todos los pueblos donde hubo humo y llamas, para quienes perdieron una parte de sí mismos en aquellas semanas de julio y para las personas que no olvidarán la angustia. También para José Manuel Pazos, el joven que miraba por la ventana mientras las llamas iban cercando Pumarejo. Tras la conversación con el periodista, este vecino se disculpa por no poder repetir la fotografía desde el mismo lugar que hace dos años: «Es que he tenido una niña y está durmiendo».