Ramón de la Mata habla bajito, casi en un susurro, pero se explica con profundidad, sobre todo si el tema son las pasiones. La suya se hace con las manos y con el barro. Desde 1980, este artesano ha usado su maña y el citado material para dar forma a miles y miles de piezas, una labor por la que ya protestan sus muñecas. Junto a su mujer, Almudena, este benaventano ha echado la vida en el taller y en las ferias, ha desarrollado el oficio hasta el punto de convertirse en un sabio y ha empujado para resistir en un mundo que se iba agotando.
Ahora, al borde de cumplir los 69, Ramón explica que Almudena ya se ha jubilado y que él está a punto. Lo dice con pena, desde el viejo taller donde siempre trabajó en pleno casco urbano de Benavente. Para ampliar, tendría que haber marchado al polígono: «¿Y qué haces en una zona industrial al lado de Seur?», se pregunta este artesano, que reivindica esa palabra y el oficio, ahora que eso, lo artesano, se asocia a «los productos gourmet de El Corte Inglés o al Ikea».
Pero Ramón de la Mata no habla para quejarse, sino para transmitir el conocimiento que guarda en esa memoria que comparten su cerebro y sus manos. Sentado en el taller, con las piezas que quedan alrededor y con una entrada donde aparecen un calendario del mes en el que murió Camarón o un recorte de prensa que habla de la muerte de Antonio Vega, el artesano echa la vista atrás sin dejar de analizar las cosas con el prisma del presente. No en vano, él aún sigue vigente, y hace solo diez días estuvo en Viriato. Como siempre, hasta dentro de poco.
Ahora, la charla se desarrolla con la excusa de la organización de talleres y actividades que buscan recuperar la cerámica tradicional de Olivares. O al menos recordar que eso existió y que tenía unas técnicas y unos fines particulares. De la Mata arranca: «Yo siempre tuve la ilusión de recuperar Olivares», asegura el artesano, que cree que, en las circunstancias actuales, lo haría. Solo le falla algo que recuerda cada poco: «Voy a cumplir 69 años, pero si tuviera 30…», desliza.
El artesano de Benavente señala que aquella era «la cerámica exclusiva que se hacía en España para la pequeña burguesía o para una parte de la aristocracia». Sus palabras viajan hacia el siglo XVIII, cuando se cree que se abrió el alfar del barrio zamorano con el objetivo de «imitar la porcelana china». «Se esmaltaba en blanco, con el estaño. Era la cerámica culta. La gente pudiente no quería comer en barro y lo hacía en una imitación de porcelana», insiste Ramón de la Mata.
Al artesano de Benavente siempre le atrajo aquello. De hecho, tras investigar la técnica antigua y también lo que se hacía en su día en San Frontis, su producción empezó a incluir creaciones «utilitarias» semejantes a las de entonces: No hacíamos exactamente lo mismo que en Olivares, porque era otro tiempo y las necesidades de uso eran distintas. Ellos básicamente creaban boles, ensaladeras o jarras», recuerda este hombre, que llegó a mirar una casa para instalarse en el barrio y acercarse a esa labor perdida, pero que se topó con que «estaba todo imposible». La ausencia de vivienda accesible le expulsó.
Para entonces, ya hacía años que el último ceramista de la zona lo había dejado. Algunos expertos sitúan ese adiós en el final del primer tercio del siglo XX; Ramón de la Mata cita los años 50 tras advertir una posible inexactitud. El caso es que aquello acabó. «Se dejó de hacer en Olivares y en tantos alfares que se han ido perdiendo por toda la geografía provincial», apunta el artesano, que más tarde, en su casa, mostrará a los visitantes un calendario de Caja Zamora de 1990 que tiene como motivo «los alfares perdidos» en el territorio.
Los alfares que fueron
Ramón sabe de lo que habla y menciona la diversidad que siempre hubo en la provincia. El artesano habla de Toro, Benavente, Junquera, San Martín de Valderaduey, El Perdigón, Venialbo, Carbellino, Muelas del Pan o Moveros: «Diversidad y calidad», resume el experto, que considera que algunos de los alfares se han mantenido gracias a «los 52 años de feria promovida e ideada por Herminio Ramos«. La de Zamora en San Pedro: «Se creó una corriente de ceramistas jóvenes y se abrieron talleres de cerámica creativa y utilitaria. Yo soy de los últimos que quedan», aclara el benaventano.
Aquel «boom del renacer de los alfares» llegó de milagro para salvar el de Carbellino, con las señoras María y Pilar; a medias para sujetar Pereruela, que «se olvidó de una producción anterior que era extraordinaria»; y tarde para San Frontis y Olivares. De regreso a las reflexiones sobre lo que se hacía en este último barrio, Ramón de la Mata indica que «no se valora lo mucho que suponía». «He hablado muchas veces con Herminio para recuperar esa cerámica blanca. Siempre quisimos, pero nunca se ha hecho», admite.
¿Y ahora? Ramón de la Mata repite que, para él, «se pasó el arroz», pero estima que la recuperación de Olivares generaría «puestos de trabajo, porque campo para vender hay». «El problema es que, en general, no nos ponen más que zancadillas. Vas y te chocas con la Administración, que no te facilita las cosas. Para abrir un taller, te piden lo mismo que si fueses una central nuclear», denuncia el artesano, que critica una normativa que, en las propias ferias, «ni siquiera permite que los chavales vendan en la calle».
Ese es un escollo. ¿Y la técnica de Olivares? «Eso es muy básico», afirma el experto, que habla de la utilización de un torno que entonces era de pie, del barro particular y del estaño, que es lo que da el blanco, aunque sea «un producto caro». Luego, los motivos azules los produce el cobalto. «Si nos hubiésemos instalado en Olivares hace treinta años…», repite Ramón como una letanía. Y añade: «Yo he llevado bastantes piezas de este estilo a la feria, y hasta para regalar a los clientes en algunas ediciones».
En realidad, el artesano deja claro que la idea de la recuperación de Olivares nunca se le ha marchado de la cabeza: «Pero ha pasado nuestro tiempo», recuerda, incluyendo a Almudena en la frase. «Ahora, haría falta la colaboración de administraciones o de mecenas. Habría que hacerlo entre todos, pero la política ya sabemos cómo es», reflexiona Ramón, que también se ofrece para allanar el camino si algún joven se decide a ir adelante: «Donaría mi ilusión, mi tiempo y mi conocimiento».
Ramón cita esos tres atributos y añade algo más tangible: «el taller y los hornos». «La pena que tengo es que no hay nadie que siga. Yo llevo desde 1980 y no me importaría enseñarle a alguien todo lo que sé, pero el problema es que no sé dónde está ese alguien», apunta el artesano, que deja claro que, para recuperar la cerámica de Olivares, «hay que saber el oficio» y disponer de las instalaciones y de los materiales precisos. Sobre todo lo primero, en realidad, conocer lo que uno hace.
La pena de cerrar
«A ti, para escribir, de nada te sirve tener un súper ordenador. Lo importante es lo que sale de aquí», pone como ejemplo Ramón, con la mirada puesta en el periodista y los dos dedos índices apuntando a su cabeza. Mientras, la charla toca a su fin y el artesano se deja invadir por la nostalgia, por la mirada hacia una juventud que ya no volverá y por el deseo de una cultura de país que siente que no le ha acompañado en el camino: «En Japón, uno de los países más tecnológicos del mundo, lo que se hace con las manos se aprecia mucho. Un alfarero es un museo viviente que no tiene que vender su producción; recibe apoyo porque se le considera un maestro», sostiene el benaventano.
Lejos de esa manera de ver las cosas, aquí hay menos estímulos para que las nuevas generaciones entren a mancharse las manos: «Al tiempo que vamos, no queda nadie», lamenta Ramón, que considera esto una paradoja. Él mismo había señalado antes que la rentabilidad existe para quien coge velocidad de crucero. Es la pena de estos tiempos para quien ve el retiro en el horizonte, aunque no parece que para él vaya a haber una fiesta de jubilación alegre: «Me fastidia cerrar», zanja Ramón, no sin antes susurrar una vez más: «Si tuviera treinta años…».