A finales del siglo XIX, en una Zamora que nadaba dentro de esa España al borde del desastre del 98, el destino, las casualidades, la providencia o el interés llevaron a Francisco Fernández-Blanco de Sierra-Pambley a abrir una de las escuelas de su fundación, quizá la más humilde, en un pequeño rincón de la provincia. El lugar escogido fue Moreruela de Tábara, al pie de las dehesas donde el ideólogo y mecenas del proyecto mantenía a su cabaña ganadera lanar, a su yeguada y a sus vacas. Sucedió en 1897 y terminó, o al menos dejó de ser como era, en 1936, cuando la Guerra Civil lo quebró casi todo.
La historia de aquella escuela se ha contado ya. Primero, desde la experiencia de quienes fueron sus alumnos, que dejaron de viva voz y por escrito la memoria de aquellos años. Más tarde, los libros y los propios documentos de la fundación terminaron por darle forma a la narración. Sin embargo, sigue habiendo detalles que conocer, y si alguien puede revelarlos es un hombre como Pablo Celada. El profesor de la Universidad de Burgos ha dado una charla este miércoles acerca del «reflejo del Museo Pedagógico Nacional en la Fundación Sierra Pambley y su actividad en Moreruela de Tábara».
En el marco de las jornadas que se celebran estos días en el Campus Viriato, Celada ha profundizado en la trascendencia de aquella escuela durante los casi 40 años que funcionó adscrita a los valores y principios de la Institución Libre de Enseñanza, lejos de los credos políticos y de las filiaciones políticas. El experto ha incidido en la figura de los cinco maestros que pasaron por el aula en aquel tiempo y ha ido construyendo un relato sobre lo que supuso aquel desembarco para Moreruela de Tábara.
No hay que olvidar que aquel pueblo de la Zamora rural de finales del XIX acabó por contar con un aula llena de alumnos que pasaban a los cursos superiores capaces de saltar tres niveles en un solo año y que salían del pueblo tras representar obras de teatro como «El príncipe que todo lo aprendió en los libros», de Jacinto Benavente. Eso, pese a proceder de familias humildes, con escaso poder adquisitivo, pero que veían como sus muchachos acudían a las clases de ampliación de la instrucción primaria para salir con otro vuelo.
A ello contribuyeron aquellos citados maestros: Leonardo Álvarez Quirós, Segundo Álvarez Rodríguez, Vicente Álvarez Rodríguez, Constantino Álvarez Menéndez y Amadeo Puente Álvarez. «Hicieron una enorme labor», ha constatado Celada, que ha explicado que uno de ellos, Amadeo, diseñó la biblioteca que mandó construir al ebanista zamorano Ángel Sastre y que llegó a disponer de más de mil ejemplares.
Aquellos libros enriquecieron la educación de los niños de Moreruela de Tábara, Pozuelo, Quintanilla y, más tarde, también de Faramontanos. La prioridad en el aula correspondía a aquellos que disponían de menos posibles. Además, a partir de 1925, se permitió la incorporación de las niñas y se cambió la edad. De entrar a los 10 años, los alumnos comenzaron a acceder a partir de los 12. Y de ahí, a otros horizontes lejos del pueblo: «Sacaban unas notas estupendas», ha advertido Celada.
El sistema para caminar hacia los estudios superiores
De esos muchachos, que se juntaban en promociones de 30 o 35 alumnos, muchos salían preparados «para estudiar la carrera de maestros, de comercio o de otros oficios» como marcaban las líneas de una fundación que también disponía de otros centros en la provincia de León y su entorno.
Más allá de las palabras de Celada, la propia web que narra el legado de aquel proyecto pone un ejemplo de cuál era el sistema que se utilizaba con los alumnos:
«Vicente Álvarez, uno de sus maestros, redactó en 1903 su reglamento estableciendo los deberes generales, castigos, premios y paseos de esparcimiento y prácticas agrícolas, basado en una relación de afecto entre maestro y alumno, y elaboró el programa didáctico seleccionando las asignaturas que impartiría. En diciembre de 1914 el maestro escribe a Don Paco: “Como premio a los chicos sobresalientes, he regalado cinco prendas de vestir por valor de 8 pesetas: el efecto moral ha sobrepujado a la recompensa consistente en libros de lecturas morales e instructivas como lo venía haciendo en los exámenes anteriores”.
«Esa era la educación», ha insistido el ponente, sabedor de que aquellos tiempos quedan muy lejos para Moreruela, pero también consciente de que hubo unos años en los que, de la mano de la escuela, el pueblo escapó un poco de la oscuridad de la realidad que le había tocado vivir.