A sus 40 años cumplidos, Abdel Halim empieza a peinar canas. «Ya soy un abuelo», señala el aludido, que dibuja una sonrisa amplia frente a su interlocutor mientras trata de calmar a los perros que se arremolinan ante la furgoneta que conduce cada mañana. Hace ya más de un lustro que este hombre nacido en Argelia llegó a Roelos de Sayago, donde la vida avanza, aunque sea en calma. A él mismo le cuesta procesar que hace ya tres años que empezó su aventura en la panadería del pueblo, que lleva por nombre El Tío Vargas y que tiene al frente a una mujer de genio amable.
Ella aparece en el patio que da acceso al negocio y enseguida advierte con vehemencia que no quiere fotos. Por lo demás, abre las puertas de su casa, aunque la hora sea intempestiva. Su nombre es Tránsito Ferrero, hace 24 años que puso en marcha el negocio, tras el final de su etapa en la fábrica de Reglero, y ahora ve la jubilación como un horizonte cada vez más próximo. Sí, el tiempo vuela. Antes de que Abdel llegara a su vida y a la de su marido, el retiro de los propietarios parecía anunciar el final del proyecto iniciado con el cambio de siglo. Ahora, el futuro apunta al empleado.
«Yo tengo 63 años y ya le he dicho que, dentro de cuatro, cuando me llegue la jubilación, se puede quedar aquí de autónomo si quiere, porque le dejo el negocio. No se lo dejaría a nadie más, solo a él y porque le tengo mucha confianza. Como está la casa al lado, no podría dejar que entrara gente con la que no trato. Él sabe todo esto, ahora es cosa suya», explica Tránsito mientras mira a su empleado. Abdel balbucea azorado antes de acertar a decir: «A mí me gustaría. No se gana mucho, pero estás tranquilo».
La llegada a Roelos
Pero antes de pensar en el futuro, Abdel mira al pasado y habla de cómo llegó hasta Sayago. Su primera parada en España fue bien lejos de este rincón del noroeste, concretamente en Córdoba, donde obtuvo plaza para cursar un máster y ampliar así la formación adquirida en Argelia como ingeniero agrícola. «Luego, la vida me echó a Madrid, pasé un tiempo también en Lérida y vine aquí», resume el protagonista del relato.
Abdel lo explica así, sin darle más importancia al hecho de haber echado raíces casi por casualidad en una localidad de 149 habitantes en la línea entre España y Portugal. «Cuando vine, me daba igual la provincia. Sí quería más bien al norte y buscaba un pueblo. Siempre me han gustado los sitios donde se ve el verde y hay mucha agua, así que me quedé», subraya este ingeniero argelino, que sufrió en sus carnes uno de los problemas en el acceso al mercado laboral en España: la precariedad. También para los titulados.
«Andábamos con becas, becas y más becas, así que decidí que ya no quería más, porque es tiempo que no cotizas y son años perdidos. Uno se va haciendo mayor», recalca Abdel. Y así empezó todo. El argelino renunció a la búsqueda de un puesto ajustado a su formación, encontró trabajo en la ganadería, más tarde en la construcción y terminó por acercarse a la panadería del pueblo: «Me ofrecí a echar una mano para aprender el oficio y luego me contrataron», abunda el empleado de El Tío Vargas.
Abdel aprendió rápido y, sobre todo, se acostumbró bien a lo peor del trabajo: los horarios:
– «Por la mañana, nos levantamos temprano»
– ¿Qué quieres decir con temprano?
– «Hay que empezar a hacer la masa a las cuatro. En invierno, si hay poco jaleo, a las cinco. Y, en verano, con las fiestas y las romerías, a veces a las tres».
Y de ahí, al reparto: «Hacemos cinco pueblos. Yo intento que sean más, pero también hay competencia», señala Abdel, que admite que necesita buscar más localidades para dotar de una mayor rentabilidad al negocio: «Yo esto me lo tomo que si fuese mi empresa, mi casa, porque si no duras aquí dos días. Te tienes que implicar mucho», argumenta el trabajador, que incide en que, «sin curro y sin familia, de estos pueblos te tienes que marchar».
De momento, ese no es un problema para él, que vive en una casa de alquiler lejos de los precios prohibitivos de Madrid y que lamenta que muchas viviendas del pueblo estén cerradas: «Y las que venden son caras, no las puedo comprar», apostilla Abdel, ni cabizbajo ni resignado; simplemente consciente del escenario en el que se maneja.
«Un hijo más»
De fondo, Tránsito escucha las palabras de su empleado e interviene para echarle un capote, por si hiciera falta: «Es un buen trabajador, muy bueno, me quita mucha tarea. Además, mira mucho por el negocio, busca clientes y es muy querido. Lo tenemos como un hijo más», afirma la panadera, que destaca la actitud de Abdel a pesar de las dificultades inherentes a esta tierra: «Lo tiene chungo. Ya sabes: al sayagués, ni le quites ni le des», ríe la dueña del establecimiento.
En Argelia, Abdel vivía en un pueblo de unos 10.000 habitantes formado por aldeas diseminadas, «casi en el desierto», donde el calor se percibía en lo físico y en lo emocional. Por eso, al llegar a Roelos, el ahora trabajador de la panadería se vio «morir de frío» en casa y se topó con un recibimiento gélido de algunos vecinos. «Yo vengo de otra cultura», concede el protagonista de esta historia, que narra algunos episodios feos, pero que prefiere poner el foco en la parte buena: «La gente que tiene el corazón blanco me ha ayudado mucho», asegura.
«Por lo demás, hay gente que intenta controlarte, que te tiene bajo la vista. Yo lo sé, pero no me meto porque no me da nada, más bien me quita, y soy una persona pacífica», defiende Abdel. Quienes han puesto la lupa sobre su vida tendrán que acostumbrarse a la presencia del argelino. Si el traspaso de poderes se concreta dentro de un puñado de años, su vida será la panadería. Quizá, nadie la hubiese querido, pero él ha aprendido el oficio, se ha aclimatado al frío y ha elegido la calma de Sayago, su hogar.