A la entrada de la ermita de Santa María de la Vega, a los pies de Toro, todos los comentarios eran el mismo:
– ¿Sale o no sale?
– Como apuren un poco más…
– Ay madre, al final…
Traducido a un idioma común: las nubes vienen negras y, si no se dan prisa, el chaparrón va a anegar la pradera. Efectivamente, al fondo, las cortinas de agua hacían presagiar lo peor, pero los miembros de la cofradía del Santísimo Cristo de las Batallas se tomaron su tiempo en el templo, no salieron hasta las siete, media hora después de lo previsto, y cuando lo hicieron no dudaron. Adelante con el desfile. La Virgen de la Guía al frente y, a continuación, al crucificado que da nombre a la hermandad, a la romería del Lunes de Pentecostés y a todo el entorno.
Con los hermanos de más edad con las imágenes a cuestas durante los primeros metros, casi zarandeados por el aire y alentados por el sonido de la banda y de la flauta y el tamboril, los participantes de la procesión rodearon la ermita por la parte de atrás y enfilaron la pequeña carretera que circunda la pradera. Para entonces, algunas de las atracciones y de los puestos ya habían ido desmontando por si acaso. Por ejemplo, la heladería. El tiempo no acompañaba.
Y en esas, como se preveía, empezó a llover. Primero, unas gotas, nada del otro mundo, pero pronto el chaparrón cogió fuerza. Los paraguas se abrieron, las filas de espectadores se dispersaron, los curas y las autoridades se cubrieron con lo primero que pillaron y el Cristo quedó protegido por un plástico. No así la Virgen, que aguantó el agua hasta que la realidad se impuso: había que dar la vuelta.
Y así lo hicieron los cargadores con las dos imágenes, casi a paso militar hasta las puertas de la ermita. Pero, de repente, escampó. Casi como si el cielo hubiera gastado una broma, el chaparrón cesó y la Virgen destapada y el Cristo cubierto se quedaron fuera del hogar mientras los responsables de la cofradía se lo pensaban. Y la decisión fue volver a andar el camino desandado: había que salir otra vez.
Y allá fueron pese a las reticencias de algunos, pues las cortinas de lluvia seguían apareciendo por el entorno. De hecho, casi en el mismo punto en el que se habían dado la vuelta antes, el agua regresó, la lluvia volvió a caer sobre el desfile y sus responsables dudaron de nuevo. Pero esta vez bastaron un par de gestos con el brazo hacia delante. Tocaba continuar, y el tiempo premió la valentía. Pronto se guardaron los paraguas, la cosa se apaciguó y el desfile siguió su curso como marca la tradición del Lunes de Pentecostés.
La Virgen y el Cristo cruzaron la pradera y avanzaron hacia la ermita tras una jornada de incertidumbre y de mal negocio para algunos de los ambulantes apostados en la pradera. Sobre todo para el dueño del camión que se quedó atollado en el barro y que esperó el paso de la procesión tratando de liberar sus ruedas para poder marchar rumbo al siguiente destino.
Al final, más allá de anécdotas o de pequeñas piedras en el camino, lo importante es volver el año que viene, si es posible con la familia al completo y con el mismo ánimo. Con eso bastará, llueva o haga sol.