Maite Parra nunca se ha escondido. Cuando era más joven y tuvo que dar la cara por alguno de sus siete hijos, hizo cosas como encadenarse junto a los insumisos, defender la causa en la radio con Charo Borrego o implicarse hasta el final para sacar a uno de sus muchachos de la droga. En definitiva, una mujer peleona: «La justiciera, ‘La Justi’ la llamábamos», apunta divertida la mayor de su prole, Mayte Marcos, que dice haber heredado de su madre esa rebeldía para luchar cuando algo se tuerce.
El humor y las sonrisas aparecen en la conversación como un muro de contención contra las lágrimas. Las dos mujeres, madre e hija, han venido a hablar de sus vidas, sí, pero también de una enfermedad que ha abierto una brecha de dolor, miedo e incertidumbre en su día a día: se llama alzhéimer, emergió tras la fase más dura de la pandemia en la realidad de Maite Parra y pronto inundó también la existencia de su hija mayor, que vive en Alicante y que empezó a darse cuenta de que algo se había quebrado.
«Yo no me notaba nada», arranca la madre. «¿No te notabas nada?», replica su hija, que empieza a narrar la historia: «Antes de la pandemia, ella cuidaba a señoras mayores. Hablamos de una persona que tiene ahora 75 años, pero que siempre ha sido muy activa. Con el COVID, la mujer a la que atendía prefirió que no fuese a su casa y todo comenzó», recuerda Mayte Marcos: «Hablabas con ella y te repetía las cosas, se le olvidaba lo que te había dicho, te negaba hechos que tú sabías que eran ciertos o incluso no se acordaba de utilizar la cocina».
A la hija se le hacía extraño percibir tales comportamientos en una mujer que, durante toda su vida, se había adaptado a unos escenarios cambiantes. Nacida en Béjar, Maite Parra se mudó pronto a Salamanca, se casó y se marchó a Zamora, donde gestionó junto a su marido una tienda de muebles en la calle Luis Ulloa Pereira. En paralelo, crió a todos sus hijos junto a un hombre que «solo estaba a la hora de hacerlos» y, tras su separación, se reinventó para trabajar en un restaurante, limpiar casas o cuidar gente. Todo a pulso.
Pero la enfermedad no avisa, y esta vez venía por partida doble: «Me la llevé a Alicante porque había que quitarle un riñón, pero ya aproveché para hablar con la neuróloga. Le hicieron la resonancia y se vio lo que tenía», recuerda Mayte hija.
– ¿Y eso cómo se procesa?
– ¿Cómo lo procesas tú, mamá?
– Pues dándome cuenta poco a poco de las cosas, pero mal.
Maite Parra se quiebra en un par de ocasiones al hablar de lo que le ocurre. La conversación tiene lugar en el centro Ciudad Jardín, de AFA Zamora, ubicado al pie del Hospital Provincial: «Tenemos el coche aparcado en la puerta, pero igual no se acuerda de dónde está, porque se desorienta», pone como ejemplo la hija, mientras su madre se defiende: «Es porque no me fijo».
La más joven de estas dos mujeres tiene claro que, en estos momentos aún iniciales, están viviendo «la peor fase» de la enfermedad: «Ella aún es consciente y nosotros también. Es muy duro ver a tu madre así. Los ratos en los que se da cuenta de la pérdida, reacciona con rabia y con agresividad, como cuando en la Semana Santa del año pasado quisimos empezar a traerla unos días al centro. Me montó una… Que la engañábamos, que estábamos compinchados. Fue entonces cuando la senté», explica Mayte Marcos.
Lo que cuenta a continuación la hija sobre aquella conversación va en crudo: «Mamá, estás empezando con un alzhéimer. Está en fase inicial, pero eso es lo que está pasando. Para ti es nuevo y no sabes cómo encauzarlo, pero nosotros tampoco. Lo mejor es que vayas unas horas al centro». En paralelo, la hija habló con las psicólogas de AFA Zamora y les explicó la situación: «Teníamos que afrontarlo, era duro para todos y necesitábamos ayuda», resume Mayte Marcos.
El inicio interrumpido de la terapia
Todas las partes acordaron empezar, y el momento llegó en agosto de 2023: «Ahí empezó a decirme: no me hace falta, todas mis amigas están como yo, a ver si te crees que soy la única que me despisto, me tratáis como a una niña chica…», indica la hija, que supo reconducir la situación para que Maite madre empezara con la terapia tres días por semana. La cosa parecía marchar hasta que llegó un nuevo contratiempo: la rotura de cadera.
«Hasta enero no pudo regresar y me ponía excusas otra vez para no ir, pero volvió y ahora está encantada. Tiene hasta un amigo», desliza entre risas la hija. Su madre interviene: «Le dije: ¿qué pasa, que no te funciona?». Al hilo de ese comentario, Mayte Marcos se sorprende de ese cambio en la forma de expresarse de su madre: «Antes no hablaba por no ofender, pero ahora no tiene filtro. Si te tiene que decir que eres tonto, te lo dice».
La conversación va y viene constantemente entre el filo de la carcajada y el llanto. Cuando la hija recuerda cómo fueron los primeros meses con ella en la casa de Alicante tras la operación y el diagnóstico, le cuesta mantener la compostura: «Se desorientaba en mi habitación. Le compré para hacer punto y ganchillo, que ella me enseñó a mí y no te puedes imaginar las maravillas que ha creado toda la vida, pero no sabía hacerlo. Me he ido muchos días a la cama llorando de la rabia y la impotencia», admite.
Ahora, la hija considera que se ha llegado a un punto de «normalización, sin la rabia de hace un año». «Yo estoy mejor. Si he aprendido a vivir sin un riñón, tengo que aprender a vivir con esto», argumenta también su madre, que desde que regresó de Alicante vive con otro de sus descendientes en Moraleja del Vino – «aún no está para una residencia» – y que se apaña para hacer trabajos domésticos como la comida: «Si estoy nerviosa, a lo mejor me aturullo, pero he aprendido a controlarme para decir: tranquila, que no tienes prisa».
Su hija recalca que «tiene que haber alguien supervisando» y añade que hay cosas de el día a día como la compra o el manejo del dinero que Maite madre ya no es capaz de controlar: «Aún así, todavía es bastante independiente. Antes, cuando yo venía a Zamora, la ayudaba en casa, limpiaba y hacía lo que tocara. Pero ahora no. Quiero que lo haga ella. Yo estoy por ahí rulando, pero dejo que se encargue», matiza.
La terapia y las relaciones sociales
Para las dos, la influencia del centro está siendo positiva a la hora de ralentizar los avances de la enfermedad. «Yo creo que estoy mejor. El ambiente que hay aquí es bueno y a mí no me importa abrirme con la gente», aduce Maite Parra, que ha ido entrenando su paciencia: «Ya me pongo y saco puntos», asegura, en referencia al ganchillo. «Antes lo tiraba, pero ahora no paro hasta que no lo consigo», pone como ejemplo la usuaria del centro Ciudad Jardín.
La actitud personal y las terapias han servido para que esta mujer «jamás haya dejado de tener relaciones sociales». «Hasta en Alicante se iba con unas amigas a tomar café», aclara su hija, que desde su punto de vista también está viviendo ahora la parte dura de seguir desde lejos la evolución de una enfermedad como esta: «En Navidades, estuve a punto de venirme con una comisión de servicio, pero mi jefe me la denegó. Yo lo iba a hacer, porque vi que con la rotura de cadera había vuelto a caer en picado. Ella no quería, porque pensaba que significaba renunciar a mi vida», explica Mayte Marcos.
En la misma línea, la hija admite que «a distancia se sufre cuando pasa cualquier cosa», aunque defiende el valor de que se madre tenga al resto de sus hijos cerca: «Los sábados hacen partida de cinquillo y le llevan chocolate con churros; también juegan con ella al parchís. El otro día estuvimos todos y se sentía ‘aturdida, pero feliz'», según matiza la propia interesada, que se aferra a su familiar cuando la emoción sube y cuesta aguantar con firmeza.
Casi al final, la hija pone sobre la mesa una reflexión: «Solo teníamos dos opciones: o nos deprimíamos de por vida o tirábamos adelante. Como ni mi madre ni yo ni mis hermanos somos de tirar la toalla, decidimos no llorar por los rincones», resalta antes de girarse hacia su madre: «Si me dicen que tienes un cáncer y que en tres meses te me vas, habría sido peor, pero la tengo todavía, la sigo teniendo y mi madre siempre ha sido un apoyo para mí. Esta enfermedad es muy dura, pero hay que seguir lo mejor que puedas».
Laura Manteca, psicóloga: «Al inicio hay una negación»
Durante toda la conversación con Maite madre y Mayte hija, varias de las trabajadoras de AFA Zamora están presentes en la sala. Entre ellas, la psicóloga Laura Manteca, quien días más tarde arroja luz sobre las vivencias que tienen los pacientes y las familias tras el diagnóstico del alzhéimer. En su día a día, esta mujer y el resto de los profesionales de la asociación se posicionan como «el lugar al que acudir ante la primera montaña de dudas que surgen tras recibir un diagnóstico de demencia».
Manteca pone sobre la mesa, en primer lugar, el desconocimiento como elemento clave: «Es como una gran coctelera con miedos, incertidumbre y muchas emociones encontradas. La familia viene desde esa realidad y nosotros hacemos una entrevista para entender en qué punto están y poder ofrecerles información», recalca la psicóloga, que asevera que cada vez hay más casos de detección precoz y, por desgracia, entre personas que todavía no son tan mayores.
«Al inicio hay una negación por el miedo a detectar esos síntomas. Existe una delgada línea entre pensar que ciertas cosas suceden porque alguien es despistado y comprender que algo está pasando. Por eso es importante la detección precoz y la labor de la familia de informarse», considera Manteca, que aporta una visión pragmática: «Cuanto antes podamos intervenir, mejor, pero estas enfermedades no tienen cura y lo que podemos hacer es estimular para que las personas se mantengan estables. Se trata de ralentizar».
¿Y cómo se asume eso de «no tiene cura»? Para Manteca, las personas que afrontan esta realidad están en «un continuo proceso de pérdidas, cambios y adaptación»: En base a lo que ha leído o visto, la gente ya sabe que estas enfermedades no tienen cura, pero una cosa es entenderlo racionalmente y otra aceptarlo emocionalmente; una cosa es leerlo en un informe o en un medio y otra cosa es lo que dice mi emoción», incide la psicóloga, que advierte que «el proceso de aceptación es distinto en cada persona».
Precisamente, el programa de atención a las familias de AFA Zamora aborda ese proceso y ese «entendimiento desde el corazón», desde la consciencia de que «la capacidad de afrontamiento» es distinta en cada caso. «Hay gente que quiere socializar y otra que cae en el aislamiento», abunda Manteca, que recuerda que los pacientes «se ven desorientados, su memoria empieza a fallar, les cuesta razonar e, inevitablemente, se encuentran con gente de su entorno que se lo va a decir».
«Oyen cosas como ‘esto ya te lo dije o cómo has hecho eso’. Es una sensación de sentirse a examen continuo y de que el medio que les rodea se vuelve más hostil. Sus seres queridos observan constantemente lo que hacen y les dicen lo que tienen que hacer. Con eso, puede pasar que vayan aislándose o que se rebelen. Es decir, ‘lo hago porque quiero, porque me da la gana’. Pero la realidad les va diciendo que algo ocurre», reitera la profesional.
En esa línea, Manteca recalca que la relación social siempre es muy beneficiosa. De ahí que el trabajo que se desarrolla en AFA Zamora sea básicamente en grupo. Además, en lo que concierne a la familia, también es clave el apoyo «de los cónyuges o de los hijos», que viven la enfermedad «en una realidad paralela» a la del paciente, aunque con experiencias lógicamente diferentes.
El desaprendizaje
Una de las cuestiones que también tienen que aceptar todas las partes es que «la enfermedad es como un desaprendizaje que va desde lo más complejo a lo más sencillo». Por eso, se van a ir viendo dificultades de manera progresiva en temas cotidianos como la operatividad en la cocina, el control del dinero o el manejo del teléfono: «No es lo más normal que se vaya a recuperar, pero con la estimulación se puede incrementar la autoestima, ellos se pueden sentir más capaces y van a tener más iniciativa. Eso sí, siempre hay que supervisar», aclara Laura Manteca.
La psicóloga anima a las familias a buscar ayuda para que, con los primeros síntomas, los pacientes puedan iniciar las terapias «y estabilizarse», aunque también incide en la importancia de cada escenario particular y en «las emociones» que genera tomar la decisión de llevar a sus seres queridos a un centro de estas características: «No debe haber sentimiento de culpa, porque no hay decisiones correctas o incorrectas, sino circunstancias».
Para personas como las protagonistas de este reportaje, todo ese proceso ha sido de una dureza difícil de expresar con palabras. Quien lo vive en primera persona intenta trasladarlo: «Yo siempre he sido muy independiente: he criado hermanos, hijos y nietos. Y ahora verme así (…) es duro. Pero hay que luchar contra ello», concluye Maite Parra sin poder contener las lágrimas. Su hija la anima: «Has sacado a un hijo de la droga y ahora a esto también hay que plantarle cara».