Cuando era pequeña veía compulsivamente Mary Poppins. La cinta siempre estaba metida en el reproductor de VHS y solamente tenía que encenderlo y darle al play para continuar la película donde la había dejado. Y cuando la terminaba, a rebobinar y vuelta a empezar.
Esto no me convierte en especial, es una fase por la que hemos pasado todos, ya sea con una película, una serie, un libro, el vídeo de la boda de tus padres o el cuento que te gustaba que te contasen todas las noches. Forma parte del desarrollo de nuestro cerebro y tiene que ver con nuestro mecanismo de recompensa. Volver a una historia que ya conocemos nos hace sentir muy bien porque sabemos lo que va a pasar, nos proporciona una falsa sensación de control y seguridad.
De adultos nos sigue ocurriendo lo mismo, aunque no de forma tan obsesiva. Vivimos inmersos en ciclos que se repiten una y otra vez, proporcionándonos una falsa sensación de estabilidad. Nos da mucha tranquilidad saber que siempre nos vamos de vacaciones la primera quincena de agosto, que siempre vamos al pueblo en el puente del Pilar o que siempre presentamos la declaración de la renta la primera semana de abril.
Sin fiestas no somos nadie
A esas tradiciones individuales o familiares hay que sumarle las colectivas, las que nos otorgan la sensación de pertenencia e identidad, como las fiestas populares o la disposición de nuestro calendario. Por la influencia del cristianismo en nuestra cultura, nuestro calendario es una fusión entre lo romano y lo católico. Esta es, también, la explicación de que la Semana Santa no caiga siempre en la misma fecha (herencia judiocristiana) mientras que la Navidad siempre se celebra el 25 de diciembre (herencia romana).
Esta organización cíclica de nuestras vidas está tan interiorizada que solo somos conscientes de ella cuando no se cumple. Y tiene que pasar algo verdaderamente excepcional para que no se cumpla. Sin embargo y por desgracia, todo el que lea este artículo recordará los años 2020 y 2021, cuando por motivos más que justificados nos quitaron las fiestas. Bueno, la Navidad nos la dejaron, aunque con las ventanas abiertas para que corriera el frío aire de diciembre.
No ha pasado tanto pero ya casi no recuerdo lo raros que fueron aquellos años en los que nuestras formas intrínsecas de medir el tiempo desaparecieron, y es porque en cuanto volvieron las festividades me incorporé a la rutina al instante. Pero ahora pienso en ellos y se me mezclan las fechas. No sé si algunas cosas me sucedieron en 2020 o en 2021, tengo que hacer un esfuerzo mayor para ubicarlas en el tiempo. Porque nos quitaron los referentes que nos ayudaban a centrarnos.
Una Semana Santa interrumpida
La fiesta que a mí centra más que ninguna otra es la Semana Santa. Supongo que cada persona tendrá la suya: las fiestas patronales, las fiestas del pueblo, los pilares, las fallas, los carnavales, las navidades…
Para mí el lunes de Pascua se siente bastante parecido al Año Nuevo: cansancio a nivel físico y sensación de cerrar un ciclo a nivel psicológico. El Domingo de Resurrección sería, si continúo la metáfora, la Nochevieja. La celebración máxima. El broche de oro a un año y a mi fiesta favorita.
Fue, al menos para mí, muy desconcertante vivir dos años seguidos sin la celebración de la Semana Santa, aunque era sencillo racionalizar la situación, dadas las circunstancias. Sin embargo, la Semana Santa del 2024 me ha dejado peor que nunca.
La que ya pasará a la historia como la peor del siglo XXI en cuanto a procesiones suspendidas, ha sido asimilada por mí como como un “quedarse con la miel en los labios”. Vi a Jesús entrar en Jerusalén. Vi a Jesús cargando con el madero y lo vi muerto en la cruz, pero no lo he visto resucitado. Al parecer, mi lado más santotomasiano necesitaba verlo para poder seguir adelante.
El Jesús divino ha resucitado, pero el popular no. Así que yo me he quedado suspendida como una aguja sobre un disco rayado, atascada a causa de un pequeño contratiempo que me impide continuar mi vida con normalidad.