Hace unos años, el pan que producía la panadería de Primitivo Gullón se comía en Cubo de Benavente, en Brime de Sog y en Uña de Quintana, donde se encuentra la panadería que el zamorano heredó de su suegro. En los últimos años la lista de pueblos ha aumentado significativamente y se han sumado Santibáñez de Vidriales, Fuente Encalada, San Pedro de la Viña, Carracedo, Ayoó de Vidriales, Congosta y Molezuelas de la Carballeda. Un dato que, aunque parezca mentira, no se traduce en un aumento de los clientes. La despoblación ha hecho de las suyas y ahora Primitivo vende en diez pueblos lo mismo que antes vendía en tres. Pura supervivencia.
«Cuando empezamos, entre Uña, Brime y Cubo éramos más de 800 vecinos; ahora no se llega a esa cifra si sumamos todos a los que repartimos. Vendo lo mismo que al principio, pero yendo a siete pueblos más», resume Primitivo, que se expresa con voz resuelta y con la contundencia de quien ha ido acumulando la experiencia suficiente como para saber de lo que habla. «Ahora no hay gente ninguna. Vamos a Molezuelas y son 40, pero además con panes como estos, de kilo, una pareja tiene para toda la semana», añade.
Un horno especial
El panadero de Uña habla del negocio desde el lugar donde todo toma forma. «La lumbre se hace ahí y esa es la chimenea», explica Primitivo mientras va señalando los lugares donde hay que mirar. El horno en el que trabaja este artesano de la masa se ha convertido en una especie en peligro de extinción en la provincia. Él mismo dice que se trata de una instalación única: «Antes, todos eran como este, pero ya no quedan», asegura.
«Todos los hornos de leña que veas por ahí son exteriores. Este es interior, y la llama cruza por arriba y calienta», aclara el veterano panadero, que subraya la diferencia: «Los otros secan y este cuece. Aquí meto de toda la leña que hay: roble, encina, chopo…», enumera Primitivo, que pasaría el resto de su vida contando las horas que se ha pasado frente a esta instalación «tan trabajosa» que, antes de que su suegro la adquiriera, ya había pasado por otras manos. El principio hay que buscarlo en 1934.
¿Y el final? Si nada cambia, llegará pronto. Cuando Primitivo pase al retiro y deje de hacer pan, al tiempo que su mujer abandona el reparto por los diez pueblos de la contorna, a la panadería de Uña llegará el vacío: «Yo tengo dos chavales, lo dos son ingenieros informáticos y los dos trabajan desde casa», repasa el dueño del negocio, que deja entrever que las condiciones de sus hijos en estos momentos resultan disuasorias para pensar en heredar la vida de sus padres. Y él lo entiende.
El futuro de las panaderías rurales
«Cuando me jubile, se cierra. Pero va a pasar con todas las panaderías», advierte Primitivo, que pone como ejemplo su rutina diaria de agosto para dejar patente que hay que pensárselo dos veces antes de amarrarse a un negocio como este: «Empiezo a las once de la noche y acabo a las cuatro de la tarde. Y si tengo que hacer magdalenas es peor», asevera el vecino de Uña de Quintana, que alberga dudas sobre lo que sucederá con su ruta: «Los negocios que quedan por aquí no tienen ni horno ni tiempo».
A la dureza del trabajo hay que sumar la incertidumbre sobre la rentabilidad: «Yo hago unos 1.000 kilómetros al mes, los mismos que cualquiera haciendo el tonto, pero todo suma. Las cosas afectan cuando faltan las ventas. Si en este pueblo hubiera 200 personas y en el de más allá otras 200 y en el siguiente otras 200, la gasolina no me afectaría nada. Ahora, si andas raspando para pagar los impuestos…», desliza Primitivo.
En definitiva, según sus propias cuentas, la panadería que gestiona cuenta ahora con «el triple del gasto para vender lo mismo» en sus rutas. «Con un soplido te caes», lamenta, antes de volver a presumir de su horno y de mandar un aviso a navegantes: «Nos tendrían que estar pagando por dar este servicio», concluye. Quizá, algunos ojos vean ese momento.