En un bordillo de la calle Victoriana Villachica de Toro, una madre con aspecto fatigado ejercita la paciencia para contarle a su hijo, que apenas tendrá un par de años y que va vestido de amarillo casi por completo, por qué están ahí y qué es lo que van a ver. La labor que los vecinos de la ciudad realizan de manera machacona para pasar la tradición de su carnaval de padres a hijos permite que el desfile que ese pequeño va a ver a continuación sea un espectáculo de ingenio y pasión. Porque las cosas no suceden por arte de magia, hay que trabajarlas. Y Toro curra de lo lindo para mostrarle al mundo una fiesta singular y que desprende sentimiento.
El desfile del martes, que partió de la plaza de San Francisco para recorrer las principales vías de la ciudad, fue otro ejemplo de talento al servicio de la fiesta. Al ritmo de las charangas, de la música moderna, del «carnaval, te quiero» o incluso de los Dire Straits para los más clásicos, los grupos exhibieron sus disfraces, montaron su teatro particular en las calles, bromearon con la gente de la fila y exprimieron hasta el último metro el recorrido acotado.
Hasta algún coche se disfrazó de bombón de Ferrero Rocher para anticipar la llegada de las chocolatinas y seguir de cerca las evoluciones de unos «mexicanos cermeños» con el baile bien entrenado. Tampoco faltaron las películas, en este caso dentro del autocine Imperio ideado por unos niños que se habían llevado el primer premio del concurso infantil y que pasearon también el galardón por la comitiva de los mayores.
A partir de ahí, llegaron los faraones; mujeres disfrazadas de pianos y otros instrumentos; dos muchachos en un globo dispuestos a dar la vuelta al mundo en 80 días con salida y llegada en Toro; Mario y Luigi; unos tipos con cervezas amenazantes que recordaban al Oktoberfest, pero que en realidad son más de la Vendimia; un buzón de Correos o dos extraterrestres con cerebros enormes que iban en busca «de trabajadores para otra galaxia».
Tras ellos, y quizá influido por el evento de hace diez días en Ifeza, un hombre apareció con un estudio portátil de Tattoo y Piercing. La primera afortunada que pudo probar la técnica de este artista fue la concejala Natalia Ucero, que se llevó una frase estampada en la cara con la que quizá no se sentía del todo identificada. Se lo tomó, en todo caso, con el humor que hay que llevar puesto de casa para ponerse en la fila.
Peor que con una marca en la cara parecía estar más atrás Spiderman, con el gotero puesto tras una ambulancia en la que se podía leer un optimista «Ejército de Monte la Reina». A pesar del estado de salud del superhéroe, los sanitarios iban con él tan felices, como los pollos que les perseguían o como los niños que iban marchaban más atrás lanzando pompas al viento.
Y así, entre grupos, bailes, momias, arlequines, carrozas o una mujer fregando ante el pozo de los deseos, fue llegando el final. Al cierre, un pequeño tractor tiraba de una corte de honor de San Agustín envejecida y masculinizada. Sí, estos eran los de los Dire Straits, que arrancaron al ritmo de Sultans of Swing y acabaron deseando que la fiesta regrese pronto: «Con todos ustedes, el Carnaval de Toro», anunciaba el primer coche. Desde luego, lo que venía detrás merecía la pena ser pregonado.