Se ha viralizado en X (antes Twitter) una carta a la directora de El País de una mujer, llamada Ainhoa, que tiene 26 años y siente que va tarde en la vida. Va tarde para ser madre, para conseguir el trabajo de sus sueños y para comprarse un piso, dice. El secreto de la viralidad es aún desconocido, aunque hay algunas técnicas que lo propician, como apelar con tu mensaje al mayor número de gente posible. ¿Y quién no ha sentido alguna vez que llega tarde a sus objetivos?
Lo que unas personas llaman “ir tarde” yo lo llamo autoexigencia. Le puse ese nombre haciendo terapia, por cierto. La autoexigencia es la presión que ponemos sobre nosotras mismas (uso el femenino adrede) para cumplir unos estándares que en nuestra cabeza sonaban espectaculares. Porque, ¿cómo no vas a querer tener un hijo, lograr el trabajo de tus sueños o comprarte un piso?
Eso es lo de menos, aunque, por si a alguien le pica la curiosidad, claro que hay gente que no persigue esos sueños en concreto. Pero lo importante, ahora, es preguntarse: ¿dónde nacen esos estándares? ¿Quién marcó esos mínimos? ¿Por qué los consideramos lo básico para tener una vida completa cuando son unos objetivos bastante difíciles de conseguir como para sentirse mal por no haberlos alcanzado a los 26 años de edad?
Cabe la probabilidad de que tengan que ver con una frase que estuvo muy presente entre los millennials y ahora se la hemos dejado en herencia a los más jóvenes, la de “mis padres a mi edad ya me tenían a mí, y pagaban una hipoteca y tenían trabajos estables”. Conviene recordar, antes de continuar, que no todos los padres tenían esas condiciones a los 26 años, pero eso a Ainhoa no le importa. Lo que le importa es lo que ella espera de su vida, y además es que tiene todo el derecho a desearlo.
Por qué esperamos lo que esperamos
Las expectativas deberían venir con manual de instrucciones. Todos deberíamos saber que lo que esperamos que ocurra es solo una posibilidad entre cientos, a pesar de que desde fuera parezca la posibilidad más probable, si es que esto siquiera existe.
Nuestras expectativas vitales son culturales. Es decir, tienen relación directa con la cultura en la que hemos crecido. Y en nuestra cultura, por triste que parezca, lo que se espera de una mujer de 26 años es que haya sacado una carrera, esté apuntando hacia el trabajo de sus sueños, tenga pareja, tenga planes de formar una familia y se compre una casita. Ya los metros cuadrados de la casita dependen más de la clase social en la que naciste que de la cultura que te vio nacer.
Yo no fui consciente de que las expectativas vitales o presiones sociales que pesan sobre nosotras tenían que ver con nuestra cultura hasta que me fui a vivir a otra. Con 25 años yo tenía unos estándares bastante parecidos a los de Ainhoa. A esa edad me fui a vivir un año a Estados Unidos para aprender inglés, algo que se empezaba a esperar de mi generación a la hora de encontrar un trabajo soñado.
Allí comprobé que “lo bien visto” era sensiblemente distinto. Por ejemplo, si habías nacido en una clase social que te aseguraba acudir a la universidad, se esperaba como algo muy bien visto que te tomases un año sabático entre el instituto y la universidad para recorrer mundo y pensar bien qué vas a hacer con tu vida. Aquí, sin embargo, mucha gente cree que va tarde si no accede a la universidad a los 18 años.
También aprendí que en Estados Unidos los trabajos estables se consideran, no malos, pero sí regulares. Y que se premia socialmente a la persona que, con 40 años, por poner una edad, decide dar un giro a su carrera y empezar de nuevo en otro sector. Se valora la ambición, la capacidad de adaptarse a los cambios, las ganas de aprender, la intuición para detectar otros caminos que te permitirán llegar más lejos. Aquí, sin embargo, se suele considerar que lo mejor que le podría pasar a una persona de 26 años sería aprobar una oposición.
Que no se vea esto como una defensa a los Estados Unidos de América. Son un país fallido. Tampoco pretendo criticar ni defender unas opciones por encima de las otras. Solo son eso, opciones. Y cada persona debería poder elegir. Pero no es así. Porque no todas las personas tenemos las mismas opciones. Nuestras oportunidades en la vida dependen de tantos factores externos a nosotras que justo nosotras mismas no deberíamos ser quien nos lo ponga más difícil con la autoexigencia.
Quizás estas palabras evidencien que ya soy millennial añeja, pero Ainhoa, cariño, ni tú ni nadie va tarde. Vamos, cada uno, al ritmo que podemos. Y aunque nos frustre muchísimo ver cómo otros parecen ir más rápido, permíteme rescatar aquí una frase que siempre repite mi padre, una persona bastante prudente a la hora de conducir, cuando alguien le adelanta follao en una carretera: “les gusta mucho presumir de que corren pero luego nos encontramos todos en el mismo semáforo”.