Diciembre tiene una energía rara. Entre la alegría del reencuentro, el cansancio acumulado, la tristeza por los huecos en la mesa, los memes que nos enviamos para reírnos de eso que escuece un poco todavía y la esperanza de que todo cambie ahora que vienen doce meses a estrenar.
En estos días de brindis y conversaciones, de ritos que se repiten, pienso mucho en lo que dice esa canción de los Biznaga: Cuando el desencanto es tradición, el entusiasmo es una disidencia. Quizá porque parece que todos tenemos encima una especie de costra. No es pesimismo, ni fatiga, ni desesperanza, ni rabia. O sí, pero todo mezclado hasta formar una película fina, casi invisible, que se nos ha pegado encima y de la que no siempre podemos deshacernos.
¿Cómo hablar de entusiasmo cuando la conversación deriva inevitablemente al desencanto? Basta con poner la oreja. «Hablé el otro día con el casero y me quiere subir 200 euros el alquiler». «No, sigo compartiendo piso». «Me fui del barrio porque se estaba poniendo imposible». «Ya no estamos tan bien juntos, pero es que no nos queda otra que aguantarnos». Y sueldos que no dan, y trabajos que no hay o que van cargados de exceso de horas y ansiedad, y escándalos políticos a diario, y un genocidio que ignoramos pero que no termina cuando apagamos las noticias, y casi cien mujeres muertas este año, y hostilidad en todas partes…
En una prueba más de que el tiempo es el tiempo y el clima es el clima –obviedad que nunca está de más recordar en estos tiempos–, la AEMET dice que estamos ante uno de los inicios navideños más fríos en años. El cuerpo lo nota: sales a la calle y el aire te muerde la cara y piensas que el futuro es más desagradable que nunca incluso físicamente. Como si lo que se esperase de ti es que vivieras encogido de hombros. En el fondo, el pesimismo es eso: encogerse. Aislarte y convertirte en espectador de tu vida y de las vidas ajenas. Una trampa cómoda en la que te quejas, compartes alguna historia y lloras un rato porque no puedes hacer otra cosa. Tantos deseos, tantas promesas de un tiempo nuevo que nunca llega.
Es difícil darle la vuelta a eso, más cuando, en mayor o menor medida, todos estamos así. El desencanto no es una pose: es una respuesta lógica a una época que te pide que tengas paciencia mientras pisa el acelerador. Lo raro sería no sentirlo. Lo peligroso es instalarse a vivir en él. Porque cuando se cronifica ya no es un diagnóstico, sino una profecía autocumplida de la que es muy difícil escapar.
Resistir no es siempre épico y tiene más de única salida que de gran lección vital de liderazgo y resiliencia. Se parece más a seguir quedando para ir al cine con tus colegas que a un discurso de coach de LinkedIn. A defender lo común cuando está de moda el individualismo más feroz. A pasar un rato disfrutando del sol de invierno desde el agradecimiento de poder estar ahí y no desde el lamento de no estar en otro sitio.
A veces, entre conversación y conversación, también oímos que en Zamora parece que el tiempo se detiene o que nunca pasa nada, pero es que aquí de resistir sabemos mucho. En los márgenes han pasado grandes cosas que merecen ser contadas. Vidas que llegan desde lejos para resucitar calles y casas. Una escuela que reabre después de años. Un negocio que esquiva el cierre en otras manos. Una asociación con tres mujeres que resisten y siguen peleando por las personas mayores de nuestros pueblos. La última expresión de radical belleza.
El entusiasmo no es una actitud ingenua, sino una decisión consciente de mirar todas esas grandes pequeñas cosas que también suceden todos los días. Es lo que nos queda y, probablemente, nuestra única herencia posible. Pienso en Vega, en Nico, en Isa, en Luca, en Cecilia y en Luz, en cómo les ha recibido el mundo y en lo que ya están aprendiendo de él. Veo esos ojos tan despiertos y me pregunto si queremos enseñarles que la vida es una competición en la que hay que ganar a toda costa, que sus acciones no importan, que la apatía mola, que cuidar y amar algo es de débiles o que quien se implica demasiado con algo merece risa y no admiración.
Si no podemos prometer que les dejaremos algo mejor de lo que nosotros recibimos, lo mínimo es legarles la idea de que merece la pena intentarlo. Enseñarles que la esperanza no es un sentimiento sino una práctica que se entrena y se contagia. Que, aunque haya días malos (a veces, la mayoría), no podemos renunciar a ella, porque la alternativa es dejarlo todo en manos de quienes no creen en otra cosa que en sí mismos.
Ahora que tenemos un pie ya en 2026, quizá el balance de este año que termina no sea una lista de desgracias ni de triunfos. Quizá sea algo más simple: saber lo que hay (y vaya que lo sabemos), pero creer que todavía podemos cambiar algo e ir a por ello. Tampoco tenemos otra. Vamos afuera a hacer que suceda.
