«Menos mal que no hay niebla y que por lo menos ha salido el sol, porque vaya noche». Dos señoras comentan la jugada matinal en Pozuelo de Tábara mientras evitan las zonas sombrías, aún con el rastro blanco de la cencellada encima. Ha hecho frío por estos lares, más incluso que el común en este invierno incipiente. Nada que detenga la tradición, claro. El Tafarrón y la Madama han salido a dar los días como corresponde y ahora viajan al son de la dulzaina y el tambor a por los alcaldes, los mayordomos y el regidor municipal. No hay que saltarse el protocolo.
En esas andan Iván Velasco, el Tafarrón, e Izaro García, la Madama, cuando rondan las doce del mediodía y en el pueblo ya hay barullo. Los muchachos trotan por la carretera y por las calles de Pozuelo, y dejan tras de sí la estela del sonido de los cencerros y las castañuelas. En sus rostros se perciben algunos signos de fatiga, pero queda mucho por delante. Mejor no pensarlo. En la recogida de los personajes, los protagonistas principales van de punta a punta de la localidad con una comitiva formada por niños, familiares y entendidos.
A por el último de los mayordomos hay que ir lejos. Se pasa un puente, se deja a un lado la pista de fútbol sala y casi solo quedan el horizonte y los caminos. Pero allí se completa la cuadrilla. Se suma también la moza con el traje tradicional. No hay fisuras. Pero hay que volver al templo. El Tafarrón y la Madama trotan y suenan. Luego, tocan a la puerta de Jesús Ángel Tomás y lo empuntian hacia la iglesia. Llega uno de los momentos especiales de la mascarada de la localidad.
Cuando da la una, los entrantes sacan a San Esteban a la puerta. Son cuatro jóvenes. Primero, se colocan ellos por encima del bordillo que da a la plaza y ellas por debajo, lo que deja a la imagen inclinada hacia delante. El Tafarrón y la Madama se sitúan a una distancia prudencial, a unos metros. Y, entre unos y otros, toma forma un pasillo humano. Llegan las venias. Los personajes principales corren, abren los brazos como si estuvieran ejercitando los hombros, saltan, y se inclinan ante el santo. Lo repiten tres veces. Las tres, con aplausos.
Desde ahí, las gentes del pueblo acompañan a los protagonistas de la mascarada en una vuelta circular en procesión. Ni Iván ni Izaro se detienen en ningún momento. No pueden. Ni para esperar el paso de los coches por la N-631. Otros vecinos se encargan de cortar el tráfico. Ellos trotan y saltan de cara al San Esteban que siguen portando los entrantes, ahora en movimiento. El Tafarrón y la Madama se entienden, se comunican, tienen complicidad: «¡Ahora!», dice él cuando quiere coordinar el paso. «¡Una, dos y tres!», escoge ella cuando toma la iniciativa. Y allá van como uno solo.
Lo hacen durante diez minutos de desfile al sol invernal. Luego, toca volver al templo para la misa. Los protagonistas jadean, recuperan el resuello, ven cómo el santo entra a la iglesia con los muchachos agachados. No hay otra con la puerta. Luego, seguirá el ritual, pero ahora descansan, sonríen, disfrutan. También lo harán recordándolo.





