
Hay una peligrosa trivialización de lo abyecto que me preocupa, y que tiene que ver con la expansión descontrolada del mal.
El mal no es cosa menor y siempre fue objeto de reflexiones filosóficas que trataron de darle explicación a esta anomalía tan característica de nuestra especie. Para Sócrates, el mal tenía su origen en la ignorancia, pues quienes no actuaban bien confundían el beneficio con el daño, y sin saberlo tambén se autodestruían. Esta concepción benévola del mal trataba de poner a salvo el futuro de la condición humana, ofreciendo un relato en el que siempre vencía la esperanza y en el que los errores, también los históricos, podían ser paliados a través del conocimiento.
El (re)conocimiento es, de hecho, una de las claves para comprender a fondo la cultura helénica, siendo la hamartía (el error trágico), y no el mal en abstracto, el desencadenante principal de la tragedia.
De este modo, dentro de lo que podríamos llamar cultura occidental, heredera de unos valores humanísticos que arrancan en el mundo clásico, se ha mantenido firme la idea de semejanza entre el mal y el error, procurando, de este modo, hacer prevalecer los logros frente a los fracasos y desastres. Y esto tiene una cierta base empírica: el ser humano ha sido capaz de salir airoso de muchas de las tragedias causadas por el mal que el propio ser humano ha diseminado desde su ignorante soberbia, lo cual echa por tierra cualquier conato de pesimismo sobre el futuro. Desde una perspectiva tecno-optimista, y tal vez también positivista, no hay apocalipsis a la vista, por más que se empeñen en anunciarlo quienes sostienen que es perentorio poner freno a la propagación indiscriminada de los hechos que causan todo tipo de daños.
Pero regresemos al punto de partida: la trivialización de lo abyecto. Cabrían aquí miles de ejemplos. Uno de los más llamativos es, sin duda, la manera en la que un exterminio es tolerado por la opinión pública cuando la información decae y la intensidad de los hechos baja hasta un nivel que resulta tolerable. Así, una vez que hemos dado carpetazo y profusamente olvidado el genocidio de Gaza, pese a su no final previsto, resulta que somos capaces de aceptar que los actos derivados del gobierno de Netanyahu no tengan más castigo que los de un vulgar robagallinas, todo por el bien de un supuesto orden mundial, de tal forma que ya no tendremos que lavar nuestra conciencia por seguir consumiendo o fabricando todo cosas capaces de alimentar un ejército asesino.
En un contexto mucho más local, esta trivialización también tiene un desarrollo perverso, siendo el avance del fascismo una de las peores consecuencias. Citaré solo tres casos: el cómo existe una tendencia hacia la eliminación de servicios básicos −poniendo en peligro, incluso, la salud de los ciudadanos−, el cómo se están generalizando ideas deshumanizantes en contra de la migración, y el cómo −a través de instancias de gobierno europeas− se está preparando a la sociedad para una re-militarización que podría desembocar en un gran conflicto bélico.
Las razones para el desarrollo del mal siguen siendo las mismas que en los tiempos de Sócrates: la consecución de un beneficio, ya sea económico o simbólico −representado siempre a través de formas de poder−. Pero la cuestión, ahora, varía en cuanto a la percepción de su origen. El mal ya no es observado como fruto de la ignorancia individual de ciertas mentes malévolas, más cuando éste nace en sociedades plenamente informadas, en las que basta abrir un navegador para que una IA gratuita te dé una explicación coherente y asequible de cualquier duda que tengas. El mal es visto y digerido como fenómeno global que afecta a nuestra experiencia vital y que tiene una naturaleza indefinida, por lo que, en consecuencia, va más allá de los actos de unas determinadas personas −inconscientes−, y se constituye, así, como problema cognitivo y sistémico de primer orden, pues afecta tanto a nuestra manera de comprender la realidad como a las estructuras democráticas y las reglas de convivencia colectivas.
¿Pero es cierto que sea esta una percepción general? La respuesta es no. Así lo percibimos quienes observamos con plena consciencia y preocupación cómo el mal se apodera de lo real constituyéndose no como excepción sino como norma. Y no solo porque su expansión signifique que quienes más probabilidades de ocupar puestos de poder sean los corruptos, los maleantes y los psicópatas, sino porque la hegemonía de su fuerza arrinconará definitivamente a la periferia del sistema a todas esas personas que ahora dejan su vida en la lucha por un mundo mejor.
Y aún podría ser peor. La trivialización del mal puede conducirnos a una distopía insalvable en la que el mal deje de ser visto por falta de perspectiva. Dejar morir a los inmigrantes en el Mediterráneo será lo mejor que se puede hacer para solucionar las crisis económicas, mandar a nuestros hijos y nietos a las guerras será la única vía para defenderse, dejar morir a los ancianos sin una pensión adecuada −o a las personas con enfermedades caras− será la forma en la que se salvará la economía, y así un largo etcétera donde una mayoría «razonable» confiará en el mal para la gestión de la vida, sin comprender que también a ellos, algún día, el mal se los tragará sin piedad, pobres ignorantes.
Ese es el meollo de la advertencia: la ignorancia colectiva. Una ignorancia que no es inocua pero que en sí misma no está obligada a provocar males, basta con su tolerancia, su perdón o su aliento.
No sabemos por qué puerta ha podido entrar esa ignorancia expedita −aunque sospechamos que a través de las redes sociales y los grupos de comunicación instantánea−, pero lo cierto es que es a ella a la que debemos vigilar y controlar −si es que aún estamos a tiempo−, pues también esta ignorancia es la responsable de que seres ignorantes gobiernen el mundo para dar muerte a la bondad, y esto no es ficción.
