
Os juro que yo no quería ir. Estaba en un plan en el que ver a Robe encima de un escenario ni me apetecía ni me motivaba. Soy ese tipo de persona odiosa (puede que incluso imbécil) que cuando algo empieza a gustarle a todo el mundo, ya empiezo a mirarlo con desconfianza. Y en los últimos años, el Robe encajaba en ese perfil a la perfección, y eso que el disco que presentaba en nuestra ciudad, Mayéutica, sí que me había gustado. Daba igual, no quería ir. Pero el Andrés, que cuando quiere es insistente de cojones, me convenció sacándome la entrada casi a traición. Y allá que nos fuimos, un 24 de junio de 2022, al auditorio Ruta de la Plata a ver al puto Robe. Yo solo iba pensando en emborracharme (salir, beber, el rollo de siempre) mientras mi amigo no paraba de insistirme, porque lo había visto en otro lugar unos meses antes, en que iba a ser una pasada, un conciertazo, porque menudos musicazos lleva con él, etcétera, etcétera. Que sí, Andrés, que lo que tu digas, pero pídeme un Seagrams con Sprite, por favor.
No voy a entrar en lo que fue aquel concierto, porque ni soy crítico musical ni este artículo tiene ese fin, pero, sin dudas, fue uno de los mejores de mi vida. Casi tres horas de no poder pestañear, de no cerrar la boca por estar cantando como si la vida me fuera en ello o simplemente de flipar en colores con el espectáculo. Bebí menos de lo esperado porque no me apetecía ir a pedir a la barra. No quería perderme nada de lo que acontecía encima del escenario. Me reconcilié con Robe a lo grande. Está bien que de vez en cuando, en contra de lo que dice el propio Robe en un reel viral que rula por las redes, algo que sí es bueno le guste a mucha gente, aunque la mayor parte de la gente sea idiota, Robe dixit.
Extremoduro fue uno de esos grupos, tal vez el que más, que nos ayudó a muchos y a muchas a forjar una identidad al margen del rebaño. El rock siempre ha sido una manera de vivir (gracias, Rosendo) y de sentirnos diferentes, sobre todo, cuando somos chavales. Y en esas estaba yo, tratando de saber quién coño era, cuando con nueve años, allá por 1998, me encontré de morros en la sección de música del Eroski con las Canciones prohibidas de Robe, Uoho y compañía. Aquella portada, que parecía querer dar miedo a los niños con el hombre del saco, atraía mi atención sin saber por qué, y aunque mis padres, puede que con buen criterio, no me quisieron comprar aquel disco, Extremoduro ya no salió de mi vida.
Cuatro años más tarde, Pili y Enrique ya no podían frenar mis irremediables ganas de rock gracias, principalmente, a los discos que Pepe, el compañero que más sabía de informática en clase, me grababa cada vez que yo se lo pedía. Así llegó a mí, por fin, un disco de Extremoduro: Yo, minoría absoluta, y después, tras quemarlo de tanto escucharlo, vino el resto de los discos anteriores. Llegué tarde, pero llegué, que es lo importante. Y entre tantas y tantas canciones, apareció Standby, la canción que acompañó a cualquier joven o adolescente que tuviese por costumbre andar por el mundo con el corazón medio roto. La mejor de todas sus canciones y me bato en duelo con quien diga lo contrario.
Decía Roberto Bolaño que en la vida hay momentos para hacer poesía y momentos para boxear. Roberto Iniesta, en la música española, era el mejor haciendo las dos cosas. Un hombre capaz de aunar la mayor de las sensibilidades con el descaro y sinvergonzonería más manifiesta, más radical: «cada vez que la miro, se me encoge el alma, cada vez que te miro, te como el higo». Y a otra cosa.
Al final, con esa mezcla de caricias y puñetazos al mentón, Robe alcanzó el estatus de genio. A todo el mundo, de una u otra manera, por estos o aquellos motivos, le gustaba su música. Porque si tienes el día sensible, te pones, por ejemplo, El camino de las utopías y te meces escuchando estoy buscando una respuesta que lleva el viento y voy detrás de todas las tormentas y no la encuentro. Pero si tienes el día de querer ver el mundo arder, pues te pones El día de la bestia y puedes berrear más que cantar eso de si llega la policía, no es pecado, vida mía, ponerse a disparar.
Robe podía hacer, e hizo, lo que le dio la gana. Y acertó. Y triunfó. Y nos ganó a todos. Por eso hoy, al abrir Instagram, solo veo la cara de Roberto Iniesta por todos lados. Y está bien que así sea. Porque a veces, pocas, lo bueno sí que es lo más escuchado, y la mayoría, absoluta o no, tiene razón. Porque, como dijo Enrique Bunbury, «recuerda, Robe es Robe, y tú no».
