Como faltan argumentos para talar árboles, hay empresas que se dedican a enseñarnos cómo era el mundo sin árboles: limpio, despejado, auténtico. Entonces sí que se podía andar por todas partes, no como ahora. Y ya está, ahí se acabaron los argumentos, porque el resto del trabajo lo hacen la añoranza y el dinero a partes iguales, si dejamos la ignorancia a un lado, la cual mejor no citarla para que nadie se ofusque.
Lo cierto es que, como puede comprobarse fácilmente, la gente de los pueblos sigue teniendo un único teléfono en una tienda bar. Yo lo he comprobado y doy fe: nadie usa el móvil y sigue luciendo sempiterna la famosa placa de chapa amarilla que indica «teléfono» a la entrada de las aldeas, ahora por desgracia pobladas en sus alrededores con árboles autóctonos —que tienen la mala costumbre de germinar a partir de las bellotas que transportan los pájaros—.
Así que si vas a Carballeda y Sanabria, donde también van las empresas dedicadas a enseñar fotos de cómo eran sus pueblos antes, te encontrarás con que el único cambio visible son los malditos árboles que han crecido en exceso; lo demás sigue igual, por lo que ni se te ocurra usar un celular que no sirve para nada, y si quieres que te localicen di que llamen al número de la tienda bar, regentada por una señora que no cumple años, totalmente vestida de negro con pañuelo en la cabeza y que saldrá amablemente a la calle para vocear tu nombre. ¡Fulanito!, ¡fulanito! Y tú correrás como nunca has corrido para atender la llamada de un familiar cercano que trata de localizarte para que acudas a una boda o a un entierro, los dos únicos acontecimientos reseñables en el mundo más allá de lo rural, pues otra cosa fundamental en la que no han cambiado los pueblos es que allí no llaman los tunantes que en nombre de una falsa distribuidora de electricidad quieren robarte las claves de tu cuenta corriente.
Yo siempre creí que los árboles nos protegían de casi todo, incluso de los incendios. Salvo, claro está, que sean árboles amantes del fuego, como los que se suelen plantar para silvicultura y al estilo militar en reservas de caza y montañas sin futuro que acaban siendo pasto de la industria eólica o la minería estratégica. Pero si hablamos de bosques de robles, no creo que a estas alturas nadie se atreva a decir que son los que más pronto arden.
Siempre creí que los árboles almacenaban carbono, atraían la lluvia y eran la casa de millones de seres vivos. Y aunque con el tiempo he comprendido que en algunos casos no cabe más opción que la tala, cada vez me sorprende más que sean los argumentos arboricidas los que acaben triunfando. Si no es con la excusa de la preciosa foto de los años sesenta en la que el minifundio había arrinconado a los árboles a las más apartadas lindes, es con el pretexto de que los árboles han levantado los caminos, o que simplemente molestan con sus dichosas ramas. Se necesita madera, pero no solo para calentarse, se necesita mucha madera para todo tipo de industrias, y se necesitará mucha madera para que funcionen las plantas de biomasa, y por esta razón se insiste tanto en acusar a los árboles de todo tipo de tropelías. Para sacar provecho de algo, primero hay que quitarle el valor de existir por sí mismo.
Pero no es el argumento económico lo que más me llama la atención sino el de querer devolver el paisaje a su configuración inicial, o mejor dicho: a la configuración de hace 60 años, cuando a lo sumo había un teléfono en los pueblos y para hacer una llamada tenías que hablar primero con una operadora que vivía en una centro lleno de operadoras en un lugar remoto. Y me llama la atención porque esas empresas no solo utilizan este hábil argumentario capaz de extraer una lagrimita de los ojos de los paisanos, que además reciben una recompensa de unos pocos euros por cada árbol que venden, también utilizan móviles de última generación y máquinas capaces de cortar árboles en menos de cinco segundos, tiempo suficiente para abrazar el ejemplar, segarlo por su base y a continuación derribarlo. Todo un espectáculo.
Me sorprende, sí, que los argumentos vayan directos a la nostalgia de las gentes, despertando ese sentimiento que nos hace más felices en la creencia de que siempre el pasado fue mejor, incluso cuando lo único que se comía eran patatas, tocino y pan de centeno con cornezuelos que al fermentar provocaba alucinaciones.
Los tiempos cambian, y en 2025, que es el año en que estamos, no lo olvidemos, tener un pueblo con árboles, con arboledas, con bosques, es un auténtico privilegio. Y no, el fuego no entrará en el pueblo más rápido por culpa de los árboles sino al contrario, porque los árboles también pueden ser un freno a la velocidad de las llamas. La humedad que retienen en su interior estos bosques de cadufifolias que hacen de Carballeda y Sanabria una de las regiones más hermosas de la península, es fundamental para frenar los incendios, y no, no se trata de una perentoria alucinación, es una realidad que tenemos la responsabilidad de conservar como urgente medida capaz de paliar los efectos del cambio climático.
No se dejen engañar por argumentos fáciles y llorones. Si hace seis décadas había muchos menos árboles es porque la lucha por la supervivencia era mucho más dura que ahora, y en consecuencia también era más fuerte la presión humana sobre el medio. Estamos en 2025, repito. Si te vienen con una foto antigua metida en un móvil de última generación, tal vez sacada de los archivos de vuelos americanos de la postguerra, mírenla con atención y luego respondan con una sonrisa lacónica. Pueden añadir: son los bosques lo mejor que tenemos, lo que siempre tuvimos, esa foto es una excepción, una etapa en la historia a la que no podemos regresar, por nuestro propio bien y el del medio en el que vivimos.
Y si la empresa maderera insiste, señalen el móvil de la empresa y pregunteN qué extraño objeto es ese, como prueba de que en los pueblos de las regiones más salvajes los teléfonos analógicos con ruleta no son de adorno, y luego huyan provocando el desconcierto irónico, no sea que la empresa siga sacando fotos de paisajes aún más desundos. Pura pornografía.
