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Argañín y el cementerio que iguala a todos: «Aquí no hay nichos propios, se va enterrando por roda»

El pueblo de Sayago mantiene un camposanto en el que no hay panteones ni zonas pertenecientes a las familias: cada nuevo fallecido ocupa el lugar donde estaban los restos más antiguos

por Manuel Herrera 02/11/2025
Manuel Herrera 02/11/2025
Un hombre camina por el cementerio de Argañín. Foto Emilio Fraile.
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El primero de noviembre viene desapacible por Sayago. Durante la noche anterior ha llovido fuerte y la mañana llega ventosa y con más agua, así que toca ir a los cementerios con abrigo y paraguas. De esa guisa aparecen algunos vecinos por el camposanto de Argañín, un pueblecito de 80 habitantes ubicado casi al pie de Fariza. Como en cada rincón del país, en esta localidad los familiares se plantan ante los enterramientos de sus seres queridos, hacen memoria a su manera, quizá dejan unas flores y se marchan. Suele imperar el silencio.

Pero hay algo diferente en este lugar. Aquí no hay panteones ni lápidas. Solo unos enterramientos dispuestos por hileras en un espacio reducido y acotado por unos muros de piedra. Apenas aparecen varias cruces al pie del lugar donde yacen los muertos. Como mucho, alguna placa colocada sobre el suelo. El terreno se ubica en pleno casco urbano del pueblo, cómodamente situado frente a la iglesia donde se practican los oficios religiosos. Todo muy sencillo, muy íntimo. Pero faltan datos y explicaciones. Y eso vienen a darlo dos mujeres que se llaman igual, pero que se presentan distinto: Consuelo y Chelo.

Consuelo, con el cementerio al fondo. Foto Emilio Fraile.

La primera lleva Carrascal por apellido; la segunda, Marino. Las dos son de Argañín de toda la vida. Y ambas explican lo que hay en el cementerio de su pueblo. «Se va enterrando por roda», arranca la primera. ¿Y qué es eso? Por contextualizar, la propiedad se la reparten el Ayuntamiento y el Obispado, nadie tiene su parcela dentro del camposanto, así que a medida que las personas van muriendo se van colocando en el espacio que les corresponde. Claro, esto lleva muchos años así y el recinto es pequeño. No caben todos. De ahí, el sistema citado por las mujeres.

Y es que, pasados los primeros años de existencia del cementerio, el espacio reservado para los vecinos fallecidos se llenó. Eso ocurrió ya hace mucho. En ese momento, el siguiente finado fue enterrado en el lugar que ocupaba el primero, cuyos restos quedaron debajo. Y así va ocurriendo sucesivamente con cada muerto en Argañín. El más antiguo de los que aparece en la parte más superficial ve como el más reciente ocupa su lugar. La roda.

Consuelo, con Chelo en segundo plano, entre los enterramientos. Foto Emilio Fraile.

En este momento, el enterramiento más próximo en el tiempo corresponde a una persona fallecida el 27 de agosto de este año; el más antiguo de los que quedan a la vista, a una vecina que murió el 26 de agosto de 2004. Los anteriores están debajo. Esa mujer que ahora lleva más de 21 años en la parte visible dejará su lugar al próximo que fallezca. «Va por orden», resume Chelo, que aclara el funcionamiento: «Cuando se acaba el cementerio, vuelven a empezar otra vez». Este sistema se usa o se ha usado en otros lugares de la provincia, pero no es común que sea el único método de enterramiento existente. Si uno quiere que sus restos descansen en Argañín, esto es lo que hay.

«No hay nichos propios», recalca Consuelo, que apunta que, antaño, el criterio para ser enterrado aquí era el de empadronamiento. Ahora, basta con tener relación con el pueblo y la voluntad de acabar en este lugar. También cabe la posibilidad de que este camposanto sea el destino si el finado o sus familiares optan por la incineración. Para ese grupo, hay reservado un espacio cerca de la pared del fondo del recinto.

«Esa parte para los incinerados la han hecho hace pocos años», revela Consuelo, que señala que, en tiempos pretéritos, antes de que entraran las funerarias, el propio pueblo nombraba a una cuadrilla de cuatro personas por año que se encargaba de «hacer la hoya». Es decir, el hueco para enterrar. Aquí, con el añadido de liberar el espacio que correspondiera: «Esto ha sido siempre igual para todos», insiste Consuelo, que comenta que solo había excepciones en el caso de los restos de los bebés que morían sin haber sido bautizados. Para esas ocasiones, había un lugar particular reservado. Allí es donde ahora se quedan las cenizas de los incinerados. Por fortuna, esos decesos de recién nacidos han dejado de ser comunes.

Un perro, a las puertas del cementerio. Foto Emilio Fraile.

Seguir con lo que hacían los antepasados

Tampoco es habitual ya ver cementerios organizados de esta manera, pero Chelo y Consuelo creen que el pueblo está conforme con el sistema: «Es lo que se ha hecho toda la vida. Con la gente que hablas, sabe lo que hay y quiere seguir lo que hacían nuestros antepasados», aseguran las mujeres, que recuerdan que la generación de sus abuelas hablaba todavía de los enterramientos en el interior de una ermita ahora destruida. Pero aquellas gentes lo contaban ya de oídas. Hace mucho tiempo que Argañín despide a los suyos en este lugar.

¿Queda algo por decir? «Sí, que ahora lo tenemos todo mucho más limpio, se atiende más», afirma Consuelo. Chelo y ella, dos de las que viven todo el año en el pueblo, arreglan de manera cotidiana varias de las sepulturas para que los familiares directos las encuentren despejadas en días como el 1 de noviembre. Si uno viene dentro de treinta años, se encontrará un camposanto con la misma estructura, pero con nombres diferentes en las placas. Los de ahora habrán dejado espacio a los siguientes. Como en la vida.

Manuel Herrera

Periodista y politólogo. Máster en Comunicación y Visualización de Datos.

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