A la nave de Jacinto Maestre y Henar Gutiérrez se llega por un camino de tierra ubicado a las afueras de Castrillo de la Guareña. Allí, en medio de una larga recta, se levanta la explotación de conejos de esta pareja que se lanzó al negocio en 2009, decidió ampliar en 2016 y apuntó un hito tan inesperado como perjudicial en agosto de 2025. A finales de ese mes, cuando la provincia empezaba a despertarse de la pesadilla de los incendios, el fuego alcanzó las dependencias de esta ganadería cunícola. Y arrasó.
Jacinto lo cuenta allí, sobre el terreno, tras atender a uno de los proveedores. De fondo, la vigilancia de sus perros y la faena de los trabajadores en la parte nueva, la que se salvó. El fuego afectó a la zona original de la explotación: «Según los peritos, todo empezó en una luminaria. A partir de ahí, se prendió el sandwich y quemó todo el tejado por debajo. La nave quedó calcinada», resume el ganadero. Ocurrió a las dos y media de la tarde, pero no hubo manera de intervenir.

Esos son los hechos. Los datos impactan más. En la nave calcinada murieron 680 hembras y 5.300 gazapos. «No hubo llama. Nos dijeron que eso se quemó como un cigarro», aclara Jacinto. Los animales perecieron a causa del calor. Además, en la parte contigua, sin luz, agua, comida o ventilación durante el tiempo en el que nadie pudo entrar al recinto, se vieron afectados otros 400 animales que tuvieron que ir al matadero. En números redondos, el incendio se llevó por delante a 6.500 ejemplares.
Las cifras desde el punto de vista económico son algo menos precisas. Unos 6.000 euros los gazapos y 60.000 las madres, estima Jacinto, que ahora camina entre la desazón por las pérdidas, la faena que no para y el jaleo del seguro. Este último asunto es clave, como podrá intuir el lector. «Estamos esperando a ver cómo se soluciona y, si no, pues nada. Se cerraría esa nave y de la gente que tengo allí prescindiría», comenta el ganadero mientras observa de lejos a sus empleados.

Eso es, básicamente, ponerse en lo peor, pero las expectativas no son tan malas. «Nos han dado buenas esperanzas de que se puedan cubrir todos los daños», admite Jacinto, que se lamenta estos días de no haber contemplado en la póliza todo lo que tiene que ver con el lucro cesante, más allá de la pérdida directa. Eso sí que se ha esfumado. «Mejor no pensarlo», desliza el ganadero natural de Castronuño, pero afincado en Castrillo desde hace muchos años.
Aqui, con los conejos, lleva 16: «Hay rachas que van mejor y otras que van peor, pero nosotros estábamos bien. Si no, no hubiéramos hecho la otra nave. Ahora, llorar no te sirve de nada porque ya estás metido», constata Jacinto, que recalca lo «sacrificado» del negocio y los dolores de cabeza que supone tener gente en nómina. Aunque, en ese sentido, concede que él ha tenido suerte: «Hay compañeros a los que eso no les funciona o no encuentran», aclara.
De eso habla Jacinto, y también de los 24.000 animales con los que se puede juntar en alguna fase del año. Luego, pasa a enseñar la zona quemada. El ganadero cruza por una zona donde se amontonan utensilios abrasados que «aún no se pueden tocar», a causa del proceso del seguro, y avanza hacia el interior por un estrecho pasillo en el que se pueden ver las dos partes de la nave: la primera evitó males mayores; la segunda está completamente ennegrecida.

El plan de reconstrucción
Antes de acceder a esa parte más dañada, Jacinto señala hacia arriba para identificar la luminaria que causó el desastre. Luego, pasa hacia ese espacio arrasado donde aún resiste un intenso olor a quemado: «Y ya se ha ido mucho», asegura el ganadero. La ventilación ayuda, pero hasta que no se haga la obra y se pinte no habrá manera de quitarlo por completo: «En la nave de al lado ya tenemos idea de meter conejas la semana que viene, para no perder tiempo», anuncia el dueño de la explotación.
Mientras, toca remodelar la otra parte para la cría: «Por eso vamos contrarreloj», explica Jacinto, pendiente de que el seguro diga algo para tomar aire. Le iría bien, por ejemplo, para el anticipo de las jaulas. El proveedor no arranca con el trabajo hasta que no recibe un primer pago. El ganadero remata con esto y con una defensa pausada, pero convencida, de la vida en los pueblos. Él la disfruta, a pesar de palos como este, que tardará en irse de su cabeza: «El disgusto no se pasa».
