Eduardo Maciel tiene tres hijos y sus tres nombres empiezan por T: Tomás, Tobías y Thais. El segundo de ellos, de 21 años, viaja con él por España; es el que ha seguido el rastro del sonido que hacen los sopletes: «Fue el primer ruido que escuché», admite el joven, cuya camiseta blanca contrasta con el moreno de su piel y de su interminable coleta. Ese zumbido que le resulta familiar al heredero es el mismo que atrae a un grupo de gente que se arremolina en torno al puesto de los Maciel. Cuando el fuego se eleva en una llamarada, las filas se agrandan. También llegan las preguntas y la petición de un bis: «Hay que esperar un rato a que se enfríe», calma el padre.
La escena tiene lugar en un rincón del casco antiguo de Zamora, a unos metros de la Catedral. Ahí se han instalado Eduardo y Tobías, dos de los hombres cuyo trabajo destaca entre la labor de los artesanos del mercado medieval: «Hacemos figuras con cristal soplado, como se hacía antiguamente», explica el mayor de los dos, que insiste en que el material es «100% cristal, no borosilicato». «Por eso brilla tanto», constata Maciel, con un indisimulable acento argentino.
En la mesa sobre la que trabajan padre e hijo aparecen varias de las creaciones salidas de sus manos y de la deformación pretendida de la materia prima: «Cada pieza puede ser parecida, pero siempre termina siendo distinta. El cristalero busca la perfección, pero resulta imposible conseguirla. Hay algo que te atrapa con eso», relata Eduardo, que acumula 35 años de oficio. Desde hace cinco, lo ejerce en España, con una vida esencialmente nómada y un pequeño asiento en Albacete para cuando no toca viajar.
Eduardo Maciel se ha convertido, por tanto, en un heredero total del legado de su abuelo, de aquel antepasado que huyó de la Galicia franquista en 1942 para hacer la vida en Argentina y que le enseñó la técnica que hoy le permite ganarse la vida: «Él hacía las copas de cristal, pero ni siquiera existían estos sopletes», destaca el artesano, que justifica así su mudanza reciente a España: «La sangre tira. Quieres conocer de dónde era tu abuelo y aquí seguimos, con mi hijo. Si él se mantiene, sería la quinta generación», apunta orgulloso el padre.

Para continuar por ese sendero, conviene asumir unas cuantas cosas de esta vida particular: el trabajo en la calle, el viaje continuo, la competición con las industrias… Y las marcas que dejan el fuego y el cristal. Eduardo enseña las manos: «Esto exige concentración, porque el trabajo que hacemos es peligroso. Esta señal que ves en el dedo me la hice hace veinte años, me quemaba hasta el hueso», asegura el argentino, que le cede la palabra a su hijo.
Un arte más que un oficio
De forma casi metafórica, Tobías se sitúa en el lugar que deja su padre para revelar que su idea es seguir por la linde de su bisabuelo: «Siento que esto no se tiene que perder», comenta el artesano, que defiende el trabajo hecho a mano por encima de la producción en cadena: «Además, a mí esto me da tranquilidad, me desestresa concentrarme en el cristal», afirma el argentino, que dice haber perdido hasta parejas por culpa de la vocación: «Con esto no te da. A veces, podemos irnos hasta por un mes completo», desliza. No le importa.
Tobías tiene ahora 21, pero lleva metido en la faena desde los 14. Y se ve con ello en el futuro. ¿En España o en Argentina? «Me gustaría viajar por el mundo, esa es la realidad. Quiero poder demostrar mi arte», indica el menor de los Maciel, que ve su labor más como una creación creativa que como un oficio y que confirma las palabras del padre sobre la pertinencia de centrar la mente en el cristal cuando sube el fuego: «Te quemas feo. Te sale esa marca blanca y después te arde», confirma el joven. Las «marcas de guerra», que dice su padre. Las mismas que tenía el ancestro gallego.
