
Erguida sobre una fuente monumental, a los pies de la colina en la que, en mayo de 1913, bajo una bandera roja, el líder socialista Jean Jaurés reunió a ciento cincuenta mil personas para protestar contra la prolongación del servicio militar y el afán bélico de un Gobierno a punto de mandar soldados a morir en la inminente guerra de Europa, la estatua brutal de una Eva desnuda, hierática y aparentemente ajena a cualquier pecado, da la bienvenida a quienes acceden al jardín desde el este, por el boulevard d’Algérie y por el periférico, la atronadora circunvalación que rodea París y la separa de las banlieues. O, lo que es lo mismo, a quienes llegan a la ciudad desde fuera y a la historia desde fuera.
En las sábanas extendidas sobre la pradera, bajo el sol de principios de septiembre, varias mujeres sestean con un libro entre las manos; una pareja de ancianos se recuesta en el suelo a mirarse los pies, él, y a mirarlo mirarse los pies, ella; algunos niños juegan un partido de fútbol desaforado entre parterres de flores rojas, violetas y blancas. Como cada tarde, a la sombra clara de las moreras turcas y a la sombra turquesa de las coníferas, se sienta un círculo de mujeres a narrar la vida del barrio en un monótono idioma extranjero. Parece que la alargan, la vida, que la languidecen.
Aventuro que todos ellos proceden de los edificios de ladrillo y viviendas sociales que cubrieron la colina en los años setenta, rodeando el jardín: pocos son los parisinos que se acercan hasta aquí siguiendo el rastro luminoso de esos reels de instagram que prometen descubrir los secretos de cada barrio, que se afanan en traicionarlos. Pasan madres con niños recién erguidos, dubitativos; pasan hombres solos, con humildes bolsas de tela al hombro; pasan indivisibles familias de judíos ortodoxos. Un adolescente con la camiseta del PSG, símbolo de unidad regional, farfulla una historia de amor de la que parece ignorarlo todo mientras su novia o exnovia se coloca el velo y se aleja sin mirar atrás. Tres ancianos magrebíes se han tumbado en el césped y discuten con fervor junto a un grupo de estatuas abstractas, como ángeles de alas rotas o pórticos fragmentados. El monumento conmemora a los soldados franceses caídos en la guerra de independencia de Argelia, a los harkis musulmanes que murieron luchando en las filas del ejército colonial y a las víctimas civiles muertas sin motivo preestablecido. Los hombres no se dan cuenta o no le dan importancia o piensan que ese galimatías de homenajes y expiación de culpas solo sirve para sentarse encima. Una chica de pelo rizado camina orgullosa con un pañuelo palestino al cuello. En esta tarde de septiembre, el jardín —nuestro pequeño paraíso— parece atravesado de guerras e indolencia, de masacres y holganza.
A su espalda, el sol cae sobre los edificios. Entre los múltiples verdes del jardín, esmerilados por la luz oblicua, brilla aún la torre de la iglesia de Notre Dame de Fatima y, tras ella, a lo lejos, las suaves lomas desnudas, ocres, donde se pierden los torreones de hormigón de las banlieues. Suena el murmullo incesante del periférico como ruido de fondo: el rugir de los coches que entran y salen de París, la barahúnda de credos y raíces, el estruendo de los bombardeos en, siempre, alguna orilla del Mediterráneo. Un vigilante sale de entre los arbustos y empieza a cerrar las cancelas mientras sopla un silbato. Nadie hace ademán de levantarse, nadie tiene el menor interés en regresar a casa. Aún hace calor.