Recuerdo que, cuando iba al colegio, uno de mis mayores temores era vivir en un mundo regido por El-que-no-debe-ser-nombrado, en el que el mal campara a sus anchas y donde los actos manifiestos de crueldad estuvieran a la orden del día. La población habitaría sumisa, temerosa de que vean la luz sus orígenes de sangre sucia. La magia de los actos heroicos me fascinaba; admiraba a quienes, a tumba abierta, desafiaban el poder vigente sin miedo, como si solo pudiesen ganar, sabedores de que perder sus principios era más preocupante que perder la vida.
Fue por aquel entonces cuando un profesor nos contó la historia de Jesse Owens, quien ganó varias medallas olímpicas ante Quien-tú-sabes, retando al nuevo orden. La imagen era la misma que el desafío de Máximo Décimo Meridio a Lucio Aurelio Cómodo. En mi cabeza, el corredor afroamericano no triunfaba en Berlín en 1936, sino que lo hacía en un circo romano a principios de nuestra era. Empezaba, entonces, a ser consciente del poder reivindicativo del deporte, de los grandes valores universales que transmitía y que pretendieron quedar reflejados en cinco anillos entrelazados, cinco anillos que simbolizaban la fraternidad entre todos los pueblos de esta tierra. No obstante, hoy en día hemos olvidado esos actos reivindicativos, o tenemos demasiado miedo como sociedad a las consecuencias, sirva como ejemplo Kaepernick: no ha vuelto a jugar en la NFL después de que, en 2016, se arrodillase al sonar el himno estadounidense, como protesta por la brutalidad policial contra ciudadanos afroamericanos.
El curso académico 2013-2014 lo pasé en México, estudiando Educación Física en la Universidad de Colima. Estaba deseoso de conocer otras culturas, estaba dejando que el deporte guiase mis pasos y me permitiera conocer gente distinta. Lalo, sin duda, dejó una huella muy profunda en mí. Las tardes de tormenta, entre caguamas y humo blanco, con jícama aderezada con tajín, cobraban una dimensión especial con las historias de mi amigo sobre artistas, prostitutas y boxeadores. Recuerdo cómo relataba la historia de Emile Griffith, un güey que se chingó a putazos al rival que lo había llamado “maricón” en el pesaje. A Griffith, quien disfrutaba del amor de los hombres tanto como del de las mujeres, le generó una furia terrible ese hecho: ¡quién era nadie para criticar su manera de sentir! Lalo escenificaba, con un cigarro en la mano, los veintinueve golpes con los que El Señor Tenebroso, símbolo de una sociedad malvada y cruel, mordió el polvo, cayó en coma y, a los diez días, murió.
Hoy el mundo calla, hoy el mundo blanquea los genocidios y los habitantes de las sociedades occidentales vemos con incredulidad cómo nuestra clase política permite a los herederos de Slytherin participar en el Festival de la Canción y en las competiciones deportivas. En estos días está teniendo lugar el Eurobasket. En un bar en el que entré a comer con un entrenador, un viejo amigo de la costa mediterránea, estaba puesta la tele: jugaba España y, a la misma hora, los Innombrables disputaban un encuentro ante Islandia. Dice Médicos Sin Fronteras que, según el Ministerio de Sanidad Palestino, casi 60.000 personas han muerto en Gaza, eso es toda la población de la ciudad de Zamora. De ellas, más de 17.000 son niños. Además, casi 140.000 han resultado heridas y decenas de miles están, en estos instantes, muriendo de hambre.
Soy entrenador de baloncesto y me niego a ver el Eurobasket. Seguiré formando deportivamente a los jóvenes de mi ciudad, porque sigo creyendo que a través del deporte se puede contribuir a la educación de una sociedad mejor. Precisamente por querer una sociedad mejor no veré el Eurobasket, como tampoco veré la Euroliga. En mi vida hay muchas contradicciones e hipocresías, estoy seguro, pero a los trece años juré que nunca sería cómplice de Lord Voldemort.
Artículo escrito por Nacho Domínguez, Entrenador Superior de Baloncesto.
