Esta historia comienza un lunes de agosto en Vigo de Sanabria. En realidad, el lunes 18 de agosto en concreto. Durante la noche anterior, el fuego de Porto se había saltado todos los semáforos y había alcanzado zonas de la sierra que nadie había imaginado que pudiera tocar. La gente se altera y la Guardia Civil advierte por la mañana: conviene irse. Horas después, el consejo se convierte en una orden: abandonen el pueblo. Ahí comienzan cien horas de desalojo en este rincón pegado al Lago, que tiene menos de 150 vecinos en invierno y vaya usted a a saber por cuántas cifras se multiplica en verano. Lo mismo que ocurre en otras localidades de la contorna.
Una de esas personas que no está siempre, pero que echa el verano en el lugar, se llama David Prieto y es el encargado de contar una de esas aventuras que se desarrollaron mientras el fuego corría desbocado y la gente hervía por dentro de impotencia. La narración tiene lugar el jueves 28 en el exterior del bar L’Escuela de Vigo, con la gente realojada desde hace días, pero con un permanente ruido de fondo procedente de los helicópteros y los aviones que refrescan la zona, vuelan hacia San Ciprián y ponen empeño para apagar, por fin, un incendio que se hace interminable.
Prieto, un hombre dedicado a la docencia y residente habitual en Cataluña, cuenta que su familia fue de las que se quedó después de la advertencia de los agentes en aquella mañana de humareda del 18 de agosto. «Pensamos en esperar un poco a ver qué pasaba», aclara. La incertidumbre duró poco. «Después de comer, la Guardia Civil ya dijo que teníamos que marchar». Ahí, el primer impulso de este vecino fue quedarse directamente, pero el pensamiento duró en su cabeza lo mismo que tardó en recordar que, junto a él, estaban sus tres hijos. Había que salir.

David Prieto inició entonces, junto a su familia, un viaje por la España del humo: de Sanabria hacia León. Kilómetros y kilómetros sin aire claro. No paró hasta que encontró un lugar libre de esas columnas, ya cerca de Burgos. El destino de ese desplazamiento de huida fue un camping llamado Fuentes Blancas, al pie de la ciudad castellana. En esa base, el narrador de esta historia y los suyos pasaron una noche «horrible», como la de casi todos los desalojados de Vigo y de otros pueblos.
«Todo el rato nos llegaban audios, mensajes de los tropecientos grupos que tenemos, cada cual peor. Había algunos que decían que el fuego estaba a las puertas del pueblo. Fue una angustia horrorosa», recuerda Prieto, que describe entonces un sentimiento de culpa por verse a tres horas de distancia de allí, y sin poder intervenir para salvar parte de su vida y de su identidad de un posible destino trágico. La madrugada del lunes al martes transcurrió así, sin pegar ojo y con la inquietud de hacer algo. Y ese algo se concretó por la mañana entre los miembros del grupo de Whatsapp creado para los torneos de fútbol sala.
En ese chat, había gente que se había quedado en el pueblo y que contaba que los vecinos carecían de medio alguno para colaborar con los servicios de extinción. Algunos se habían plantado ante las llamas con ramas o rastrillos a modo de batefuegos. En el grupo del fútbol sala empezaron a debatir sobre el asunto y plantearon la posibilidad de adquirir material para llevarlo al pueblo y dar, al menos, unos recursos aceptables a aquellos paisanos que habían decidido jugársela para colaborar en la protección de Vigo.
Ahí comenzó la búsqueda: Zamora, nada. Benavente, nada. «Supongo que, con los incendios en todas partes, había escasez», justifica Prieto. Ahora, ¿y Burgos? Allí, al pie del lugar donde se encontraban David Prieto y su familia apareció un almacén: «Llamamos, nos aseguramos de que estaban y fuimos», relata el profesor, que habla en plural porque todo lo hizo con su hermano Eduardo, también instalado en esa zona.
En la tarde del martes, merced a la mediación del grupo de Whatsapp, la gente de Vigo reunió más de 1.500 euros para costear la compra. «Lo paramos enseguida porque se nos iba de las manos», advierte Prieto. Más de treinta personas realizaron aportaciones. «Si lo dejamos correr, sacamos más de 10.000», asegura el encargado de concretar la adquisición. «Ya con ese dinero nos llevamos prácticamente todo lo que había», asevera el sanabrés, que enumera de memoria: trece batefuegos, ocho mochilas extintoras, todas las gafas que tenían, seis o siete máscaras, guantes de piel… «Arrasamos con todo», resume.
Y con todo se fueron desde Burgos hasta Sanabria para entregar el material, ya el miércoles de mañana. Por la carretera, con la cosa todavía complicada, no pudieron acceder al pueblo. Les tocó quedar con la gente que seguía en Vigo en un camino que conecta la localidad con Pedrazales y que es intransitable para los vehículos. Se trata de una senda que se recorre en media hora a pie. En medio de esa vereda se hizo la donación.
Los Prieto entregaron los batefuegos, las mochilas, las gafas, las máscaras y los guantes, pero también el pan que les habían pedido los vecinos, carentes de este alimento ante la imposibilidad de que los repartidores accedieran a Vigo en esos días: «Nos llevamos todo lo que había en la Puig«, resalta el responsable de la compra, que recuerda la emoción y los abrazos a la hora de dar lo que llevaban; también el sentimiento amable de haber hecho algo por su pueblo, que llevaba entonces un par de noches acogotado por el fuego.
En ese momento, ni los que compraron el material ni quienes lo recibieron sabían que lo peor había pasado. En Vigo de Sanabria, la lucha seguiría algunos días más, y el desalojo se prolongaría hasta el viernes, pero el riesgo inminente se disipó ese mismo 20 de agosto. Peor estuvo la cosa a partir de entonces en Ribadelago, y para allí se llevaron los materiales, para que las gentes de la localidad cercana tuvieran esas herramientas. David Prieto ha visto en imágenes cómo varios paisanos han hecho uso de ellas en la defensa de las casas.
El regreso
El encargado de contar la historia se acercó con su familia a Sanabria en los últimos días previos al realojo y volvió a instalarse en Vigo el viernes. Allí ha podido comentar más tranquilamente con los vecinos el destino que le quieren dar al material adquirido: «La idea es que se quede aquí, para la gente del pueblo, durante todo el año y que le puedan dar uso. Es algo que, por desgracia, puede pasar de nuevo y sabemos que mucha gente se volvería a quedar», analiza el profesor.
En esa línea, David Prieto demanda que todo esto «no caiga en saco roto» y que la adquisición de material se combine con una formación básica para que las personas sepan qué hacer en caso de riesgo inminente. «La cosa está como está. Yo nunca había sentido tanto calor aquí como este verano», apunta este hombre, que es consciente de la orografía que rodea a Vigo, un pueblo que, además, solamente tiene una carretera para salir y para entrar.
«Tener materiales y formación para utilizarlos te da más seguridad», insiste Prieto, que ve Vigo de Sanabria como algo más que una segunda residencia. «Para mí, esto es un hogar», zanja el sanabrés, aliviado, como todos los demás por aquí, de que el peligro inminente del fuego se vaya alejando. De fondo, los helicópteros siguen rompiendo el silencio.