A la entrada de Murias, debajo del cartel que anuncia el comienzo del pueblo, un cartón pintado recibe a quien llega con un mensaje muy apropiado para este viernes: «Bienvenidos a casa». El lunes a las cinco de la tarde, el Cecopi había ordenado la evacuación de la localidad por el avance del incendio de Porto de Sanabria. La amenaza parecía lejos horas antes, pero se hizo presente. Luego vendrían cuatro días de tensión fuera del hogar. Del hogar de verano para muchos, sí, pero el lugar del arraigo al fin y al cabo.
Lo cuentan dos de las tres mujeres que vienen de paseo por las soleadas calles del pueblo a media tarde de este 22 de agosto, solo unas horas después de que el mismo Cecopi que las sacó de Murias les permitiera volver. Sus nombres son Maribel Gómez y Paula Sánchez. La tercera en cuestión no habla porque todavía no puede. Se llama Lidia y da sus primeros pasos de la mano de su madre y de su abuela por unas calles que pronto hará suyas. De este susto no se acordará. El resto de sus paisanos sí.

Entre ellos su madre, que espera nuevamente descendencia y que deja claro lo que se le pasó por la cabeza cuando tocó salir precipitadamente de Murias: «Me fui pensando que no volvíamos a nuestra casa», asegura Sánchez. Su familia se marchó a Madrid, a esperar. «En Puebla había el mismo humo», aclara esta mujer, que retornó a la capital y se fue informando a través de su hermano y de los amigos que se quedaron instalados en Trefacio.
«Por suerte, pronto supimos que las casas no las iba a tocar», admite Sánchez, que también celebra que, a simple vista, lo que se observa desde el pueblo de Murias haya quedado razonablemente bien para lo que podía haber sido: «Lo que pasa es que el entorno natural…», desliza esta mujer, que sabe que, una vez salga a la sierra, «eso va a estar más complicado». También ciertas zonas cercanas al Lago. Con Maribel, con Lidia y con quien venga, espera verlo recuperado.

Al paso por Cerdillo, la estampa es la misma. Gente retomando su vida. Los dos pueblos regresaron a la normalidad el viernes por la mañana, unas horas antes de que se autorizara la vuelta al hogar de San Ciprián, Vigo de Sanabria y San Martín de Castañeda. Estas dos últimas localidades son las que se ubican al pie o en el propio recorrido de la ZA-103, la calzada que sube a la Laguna de Peces. Los vecinos pueden pasar; el común de la gente no. Por precaución. Tampoco es posible acceder al Lago.
En la carretera de montaña que conduce a las dos localidades, queda claro por qué ese tráfico sigue parcialmente capado. Por allí pasan de manera constante efectivos de extinción. Incluida la UME, que sube y baja o se aposta en algunas zonas del ascenso a la sierra. Ya al final del pueblo de San Martín de Castañeda, una carroceta de la Junta carga agua para seguir con la faena. Allí da indicaciones un hombre llamado José Antonio García, voluntario estos días en la defensa de la localidad.

El vecino asume que, aunque la gente ha vuelto y «la cosa está bastante controlada ya» por aquí, todavía queda un tiempo hasta que el fuego se pueda dar por extinguido. Mientras, queda vigilarlo. En su caso, particularmente por la parte de la Cueva de San Martín: «Arriba todavía hay mucha masa forestal», recalca García, que pretende observar la evolución del incendio «día y noche» mientras sea necesario. Aunque lo peor haya pasado.
«Hace dos o tres días, estábamos convencidos de que llegaba el fuego», asegura el voluntario, que se dedicó, junto a otro grupo de unas 25 personas, a tirar mangueras y a estar preparado para ayuda a los bomberos. El vecino está a punto de hablar del momento más crítico de la semana cuando un compañero le demanda. Toca recarga de agua y hay que echar una mano. Eso es lo primero. Un poco más abajo, en el cañón del Tera, sigue la batalla. Arriba, en las praderas o en el entorno de la Laguna, ya hay poco que hacer.

Donde sí queda trabajo es en Vigo de Sanabria, uno de los pueblos más amenazados estos días por las llamas. Por allí, a última hora de la tarde, el movimiento de medios aéreos es constante. La gente se asoma desde las casas o las zonas abiertas para contemplar cómo el helicóptero pasa y suelta el agua sobre las columnas humeantes que se perciben al fondo. A veces, hasta brilla aún el fuego. Nada que ver con el lunes o el martes, claro.
A las puertas del consultorio médico, un bombero ve la escena en primer plano mientras un joven llamado Diego Ramos ofrece su testimonio. Este vecino también fue de los que se quedó para contribuir a la defensa de su pueblo: «Han sido unos días de mucha tensión. No sabíamos muy bien por dónde nos podía bajar al final el fuego», admite el sanabrés, que todavía agradece que las condiciones meteorológicas cambiaran mediada la semana. Con más calor o rachas de viento más fuertes, mejor no pensarlo.

Aún así, desde Vigo se pueden contemplar zonas arrasadas. Y no hace falta subir demasiado para contemplar el rastro del fuego en el Cañón del Forcadura. «Las llamas llegaron a estar a un kilómetro y medio de distancia, pero por suerte parece controlado ya», apunta Ramos, que cita parajes de la zona que habrá que esperar para ver como antes. Por ahí aparecen el Pozo Sartán o Acebrales. «Todavía no he subido para examinarlo entero», admite el joven.
Además, no es solo el paisaje o el impacto medioambiental, también está el coste económico: «Para los ganaderos, la cosa está muy mal. He hablado con varios que conozco de aquí de toda la vida, y hay caballos y vacas que no localizan. De momento, los dan por perdidos», asume Ramos, que sí celebra, como todo el mundo esta tarde, que la gente haya regresado: «Es importante estar por fin aquí todos otra vez y tirar para delante», recalca.

Ahora, con más ojos en Vigo, será más fácil mantener la alerta: «Mientras haya humo ahí», señala Ramos en dirección a las columnas que aparecen al fondo, «siempre hay que mantener la vigilancia». Desde luego, en ese rato, no será por gente asomada. Las miradas y los comentarios se amontonan. El incendio es monotema. Lo que podría haber sido, cómo podría haberse evitado, qué se puede hacer ahora… «Por lo menos, aquí ya hace días que no vemos esas llamaradas», remacha un hombre llamado Fernando Zamora, que otea el panorama desde su casa.
Mientras los helicópteros van abandonando la zona al borde del ocaso, el pueblo de Vigo continúa recuperando el pulso. Una estampa propia de la normalidad se encuentra en el bar L’Escuela. Allí, la gente se reúne, comenta, se ríe y trata de recuperar parte del agosto perdido. Con desastres como este, al final, no es poco poder celebrar que siguen estando todos.
