Agosto es un disfraz. Días largos, trabajo escaso, vida plácida, más atascos en la costa y menos en el centro, la casa del pueblo abierta y la de la ciudad cerrada, las familias largas juntas, el ocio compartido, el jefe y los problemas en otro hemisferio (al menos, del cerebro). En fin, otra cosa. Una efímera, claro. No es la intención parecer agorero, pero al parpadear será septiembre. Entonces, quedará ese poso de nostalgia que se irá desvaneciendo hasta que la rutina se imponga. Con lo bueno y con lo malo.
Cuando ese momento llegue, los pueblos de Zamora no se vaciarán. No. Aunque parezca mentira desde la mirada de algunos, aquí vive gente todo el año. Pero sí hay que conceder que quedará menos, porque las ciudades reclamarán lo que es suyo. Por eso, lugares como Uña de Quintana, uno de esos rincones de la provincia que se hinchan en este tiempo y se desinflan con la vuelta al cole, pasará de tener 500 vecinos a quedarse con 80.
Por ahí lo estima Beatriz Calabozo, que fue alcaldesa y sigue siendo vecina, y que habla de las cifras con un poquito de pena y otro poquito de orgullo. La gente lleva muchos años yéndose porque no hay trabajo, porque se pierden servicios, porque alrededor pasa lo mismo, porque es lo más fácil, lo que toca, lo que se puede. Ahora bien, casi todos vuelven. Aunque sea un rato. Solo en agosto. Con el disfraz.

Y no es solo una metáfora. El desfile con la gente caracterizada de lo que le apetece pone en evidencia el peso de la población vinculada en este lugar. Son las personas que pueden volver porque otras se han quedado. Las que llevan los apellidos de la tierra. Las que ven acercarse estas fechas y no se plantean otro destino en el mapa. Con lo grande que es el mundo y siempre a Uña en agosto. Ocurre lo mismo en decenas de pueblos. Este del martes a última hora es un rato de diversión y de disfraces, pero también de identidad.
«Esto empezó hace unos años como una tontería de dos personas, pero ahora va mucha gente», subraya Beatriz, que aclara que el formato concurso estimula el ingenio de sus paisanos. Lo cierto es que la competencia se percibe al paso de los grupos: los muchachos, con el uniforme de San Fermín y hasta el toro; las vecinas que salen con el balcón puesto; las ovejas con todo el equipaje en una batalla contra el calor; la redecilla y los productos de limpieza. Todo, con la charanga como banda sonora.
De camino, una mujer enlutada prototípica alza la mano para saludar. Quizá, a algún familiar. A lo mejor, a toda la comitiva, la que se dirige a compartir cena y bebida en la foodtruck. Los rituales se repiten, pero también se adaptan.
En la comitiva, hay hasta algunos bebés que todavía no pueden caminar, pero que ya se disfrazan. Algunos van en brazos de las abejas y aprovechan el recorrido para comer antes que los demás. Gentileza de las reinas. También hay alguna niña a la que le quedan unos días para asomarse al mundo y que viaja resguardada hasta que sea el día de nacer. Cuando crezca, las tradiciones de Uña de Quintana vivirán con ella. Con Isabel, como su abuela.