Más que por la comida, es por hacer comunidad. El huerto que gestiona la Asociación de Vecinos de San José Obrero busca eso, hacer piña entre vecinos en unos tiempos cada vez más individualistas. «Cuesta», reconoce Ana Martín (una de las vecinas que colaboran), porque la gente, es una realidad en este barrio, en la ciudad, y donde se quiera mirar, va cada vez más a lo suyo, ya sea por el trabajo, por la familia o porque, directamente, los hábitos han cambiado y ahora la sociedad ya no es como era. Frente a eso quedan oasis en el desierto, y uno es este huerto, donde los vecinos (vecinas, la mayoría) acuden, miran las plantas, las riegan y se cuentan sus cosas. Muchas bajan más por lo último que por lo primero, pero se necesita lo primero para lo último.
La excepción es Bernardo Peña que está jubilado, viene de Fuentespreadas y que «toda la vida» ha tenido huerto. Y claro, sabe lo que hace. Sabe cuándo hay que plantar los tomates, cuándo hay que sacar los ajos y cuando es tiempo de empezar a plantar sandías. La gestión del huerto es cosa suya y es él quien dice cuándo es tiempo de hacer lo que la tierra va pidiendo a quien sepa escucharla, que no es todo el mundo. «Hacía falta», reconoce Ana, una voz más experta para garantizar el buen rumbo del huerto, que ahora, a finales de julio, va como un tiro. Salvo los pimientos, dice apesadumbrado Bernardo. «Que no sé por qué, pero no se dan. Y mira lo hermosas que están las plantas, pero nada, no tienen nada». Y es verdad, hay dos pimientos contados aunque las plantas están grandes. Cosas de la naturaleza.

Es lo único que flaquea. Las cebollas tienen buena pinta, las lechugas son de foto y los tomates, que aún verdean, prometen ser espectaculares. De esos que «están mejor que la carne» que los acompaña, asegura el hortelano mientras realiza una visita guiada por el huerto y presume de él. «Yo me jubilé y me vine aquí hace unos años y vi el huerto. Y dije que me dejaran sembrar unos ajos. Y aquí llevo tres años». Y de paso pues eso, se hace «terapia».

La idea del huerto es que las vecinas que lo trabajan puedan aprovecharse de lo que da. Un huerto comunitario, vaya, aunque en la práctica a Bernardo, como a todos los hortelanos, le gusta presumir. Y cuando pasa cerca una mujer y le dice lo bonitas que tiene las lechugas, pues no puede por menos y le da una. Y cuando un periodista le apunta la buena pinta que tienen los tomates, emplaza a la siguiente visita para comer uno «con un poco de aceite y sal», cuando esté más maduro, claro. «Lo que da el huerto es para que se lo coma la gente», resume, pragmático. «No vamos a tirarlo». Primero los que dan el callo, claro. Pero si hay para más, no hay razón para no ampliar el reparto.
Vamos, que no se trabaja por la comida. O sí, pero no solo por eso. Vienen unos por conservar la huerta, vienen otros porque les gusta y otros porque es aquí, a la sombra de los árboles y mientras se riegan los pimientos, que no se dan («qué fatalidad»), donde uno encuentra a algún vecino al que contarle lo suyo. Y así se va a casa ya de otra manera. «Nos hacemos terapia», resume Ana mientras intenta cuadrar en la agenda una cita para el jueves por la tarde, donde se espera haya tres o cuatro personas que se pongan a fabricar el compost que también hacen los que trabajan en el huerto. Bernardo vendrá, «qué vas a hacer», dice mientras saca del bolsillo una pequeña novela de Marcial Lafuente que leerá después.
– «Vengo, veo esto, me siento a leer mi novela. Esto es lo que yo quiero».
