Las cinco de la tarde de un sábado de verano en Lagarejos de la Carballeda. Calma total. La vida se ve en los coches que aparecen aparcados al pie de las casas, en algún vecino que asoma la cabeza desde un garaje fresco y en un chico y una chica adolescentes que desafían al sol para darse una vuelta. Tienen trecho para caminar. El pueblo, de 29 habitantes censados y unos cuantos menos residentes en invierno, es más grande de lo que pudiera parecer. Tiene que ser adaptable, claro. En agosto se estira. Como casi todos.
Los muchachos que pasean bajan por una calzada recién asfaltada, dejan al lado unos columpios amarillos y se detienen al pie de un local en cuyo toldo se puede leer «Asociación cultural Lagarejos de la Carballeda». Cerrado. Los dos lo saben. Su destino son unos bancos ubicados al pie del inmueble, bajo una techumbre que hace más amables las horas de sol ingrato. Dentro de un mes, el edificio que tienen al lado, el bar de la localidad, tendría que estar abierto y a pleno rendimiento. No está claro si será así.

Ese es el caballo de batalla de los miembros de la asociación del pueblo durante estas semanas previas al mes de agosto. Lo cuenta en una conversación telefónica Álvaro Martínez, del colectivo: «Durante el invierno, aquí apenas hay gente. No tiene sentido tener abierto el bar durante todo el año, pero en verano sí, sobre todo en agosto», indica este hombre residente en León, pero vinculado a Lagarejos. Como tantos otros.
Durante años, la asociación consiguió con cierta facilidad que el bar abriera. Muchas veces, de la mano de una mujer del pueblo. Ahora existe un riesgo cierto de que el local se quede vacío, pero el colectivo sigue apretando. Lo hace con las armas que tiene ahora: las redes. Sobre todo, vía Instagram. «Se busca persona para llevar el bar del pueblo», advierte el cartel diseñado para la campaña digital. Preferiblemente para todo agosto, pero se conforman con la primera quincena. Las fiestas son los días 7, 8 y 9.

Álvaro no está por el pueblo este fin de semana, pero da las indicaciones para que alguien le abra el bar a la visita. La mujer indicada es Vicenta, que se remite enseguida a su cuñado, Felipe. Este acude tras su hija, Begoña, que va camino al local mientras explica la realidad de este anejo de Asturianos. Muy similar a la de otros lugares de la contorna: son sitios tan castigados por la despoblación que pronto podrían sufrir para ver a alguien que resida allí los doce meses. Ya hay algún lugar cercano donde eso se acabó.
Pero aquí conviene ir paso a paso. Y la guerra ahora es salvar el bar. Que siga siendo un negocio agostizo. Que no cierre del todo. Y lo cierto es que el local está bien. Si Begoña fuese la dueña de una inmobiliaria y esto fuese un piso, cabría la frase de que el inmueble está para entrar a vivir. Incluso, se ven por las paredes los detalles de la implicación del pueblo en el sostenimiento de la actividad estival. En un cartel se lee el nombre de las familias que abonan una cuota de 60 euros al año para dinamizar el lugar. «Sobre todo, para las fiestas», aclara Begoña.
Lo demás es lo típico en un bar: futbolín a imitación del derbi madrileño, mesas de Mahou, taburetes negros al pie de la barra, papelera de Miko, unos cuantos trofeos presuntamente procedentes de torneos de cartas, cafetera con la vajilla arriba, un reloj con el rostro del Che Guevara presidiendo la escena y, al fondo, un detalle geográfico para que la gente se ubique: el mapa de la provincia de Zamora de la Caja de Ahorros Provincial.

Canon de cero euros
La asociación ofrece este local gratis para quien lo quiera coger en agosto. El canon son cero euros. La promesa, que en las jornadas de las fiestas puede haber 300 o 400 personas: «En esos días, faltan camas», asegura Begoña. Durante el resto de la quincena, quizá haya «80 o 100 vecinos», añade Álvaro Martínez, que insiste: «Para quien venga, todo lo que saque es limpio».
El colectivo sabe que ya trabaja contrarreloj, pero insiste por no perder otro pequeño recurso. Se trata de poner pie en pared para no dar otro paso atrás como pueblo: «Somos familias bastante grandes que venimos. Muchos están en Madrid o en el País Vasco», remarca Álvaro. Los hijos de Lagarejos se ven poco, pero quieren un sitio abierto para reunirse cuando llegue agosto.
