Por las calles del recorrido, vallas protectoras y carteles: «No subirse». Hoy es el Toro Enmaromado, pero al día siguiente hay que abrir el negocio. Si es posible, sin daños. No debería haberlos. Las gentes del lugar están acostumbradas al jaleo que se avecina, aunque siempre hay escenarios impredecibles. Sobre todo, porque el protagonista de la historia, de nombre Galocho, pesa 540 kilos y es un toro bravo. Aunque vaya atado.
Precisamente por eso, porque el animal impone, la gente espera tensa en la zona de la salida, llena de tierra. Los mozos dispuestos a correr y a arrimarse se frotan las manos, flexionan las rodillas, ladean la cabeza, agitan la botella de agua, echan un trago de cerveza y buscan de vez en cuando una sombra que escasea. En este 18 de junio, conviene tener un factor en cuenta: las calles de Benavente abrasan. Se respira un aire tórrido.

Algunos no buscan ni sol ni sombra, sino talanquera. Encima, aupados. O debajo, reptando. La seguridad avisa a los segundos: «Bajo vuestra responsabilidad». La parte positiva de esa posición es que los que la ocupan ven de frente la puerta roja por la que saldrá el toro. El grueso se ubica cuesta arriba, a la espera, pero otro montón aguarda hacia abajo. Allí irrumpe la Policía, para advertir y marcar la línea. Un metro más adelante puede ser demasiado peligroso. Y hay que controlar el ímpetu ahora.
Y ahora es cuando quedan cinco minutos para salir y el revuelo aumenta. Los corredores van guardando los móviles y las cámaras, vuelven a flexionar las rodillas y a pegar un trago. Muchos visten camisetas de peñas, de pueblos, de equipos de fútbol. Tan pronto aparece un tipo con un estampado de la Sierra de la Culebra como un muchacho con el nueve de Mbappe a la espalda. Todos sudan por igual. El calor no baja.
También pega el sol sobre los espectadores que otean el panorama desde los balcones. Alguno va con visión reducida, con problemas para que el cuello resista la postura mucho rato. Pero son casi las siete y media y esto va a ser un momento, un instante, un paso fugaz. Al lado de la puerta, un letrero viejo reza «Salida de bomberos», pero lo que va a salir es un animal de más de media tonelada. Suena la última bomba, la advertencia final. Y la muchedumbre se inquieta.

La voz que se ahoga
Los veteranos se colocan bien, los jóvenes buscan el hueco. Un tipo con una pañoleta aparece junto al compañero y agarra la maroma. Se abre la puerta para el animal. La gente grita: «¡Toro, toro, toro!», pero su voz se ahoga enseguida. Sale Galocho. Su primer impulso es ir hacia atrás. La muchedumbre recula. Luego embiste hacia la talanquera y se ve redirigido, no sin dificultades, hacia el recorrido marcado. Al cabo de un par de minutos, desaparece.

Tras de sí, Galocho deja una nube de polvo que casi se mastica. Por delante, un recorrido de más de una hora que acaba en el cajón después de una tarde asfixiante para el animal y decepcionante para algunos de los asistentes que lo cuentan.
