La imagen de Google Street View data de abril de 2015, así que en la estampa del área 221 todavía se puede contemplar la vida de antes. Como en una playa antes de la llegada del tsunami. Este lugar, ubicado al pie de la carretera Nacional 630, en el término de Villanueva de Azoague, acogía por entonces una gasolinera de Repsol y un área de descanso donde los vehículos hacían su parada en el camino. Para recorrer la Ruta de la Plata en el tramo entre Gijón y Sevilla había que pasar por aquí, por la vía de siempre. Pero ya quedaba poco. La ola estaba a la vista.
Cinco meses después de aquella imagen de abril de 2015, la gasolinera cerró y el área quedó abandonada. Aquí ya no se detiene ni el coche de Google. La imagen actual es de abandono. Las hierbas emergen por encima del asfalto, los edificios están visiblemente dejados y la zona donde antes se repostaba aparece ahora vallada, sin marcas comerciales y castigada por el paso del tiempo. Como en muchos otros puntos de la N-630 en su camino entre Zamora y Benavente, para el área 221, el tsunami fue la autovía, que se inauguró el 12 de mayo de 2015. Justo hace diez años.

Conviene aclarar aquí que el tramo de la A-66 para conectar los dos grandes núcleos habitados de la provincia era una conexión muy demandada en el territorio desde que, en 1990, se empezó a hablar de su construcción. Y, efectivamente, la autovía mejoró las comunicaciones, redujo el peligro, incrementó el confort para los conductores y abrió un abanico de nuevas oportunidades. Eso es evidente. También, que algunos salieron perdiendo. La cara B está en la Nacional.
Los datos son tozudos: según los datos facilitados por el propio Ministerio cuando se anunció la puesta en marcha del tramo de 49 kilómetros de autovía que faltaba para unir Zamora y Benavente, la N-630 a su paso por las localidades de Barcial del Barco, Villaveza del Agua, Santovenia, Granja de Moreruela, Riego del Camino, Fontanillas de Castro y Montamarta soportaba, hasta el 12 de mayo de 2015, una intensidad media diaria de 8.000 vehículos. Ahora, y desde que se cortó la cinta de la A-66, por estos pueblos cruzan entre 280 y 370 automóviles por jornada. Unas 25 veces menos. Lo que viene ahora es un viaje por la realidad de esas localidades y de sus negocios diez años después de la A-66.

El lector ya sabe dónde tiene lugar la primera parada: en ese área 221, todavía cerca de Benavente. Allí, sobre la valla de lo que era la gasolinera, aparece un número de teléfono dentro de un optimista cartel de «se vende». Quien responde a la llamada es el dueño de aquel negocio. Su nombre es Quique: «Cuando la carretera se quedó sin tráfico por la autovía, dejaron de parar los coches y los camiones. Todo se frenó de golpe», explica. Después de aquel verano de 2015, cerró. No tiene mucho más que decir.
En la ruta hacia Barcial del Barco, los coches pasan con cuentagotas. Nada que ver con lo de antaño, casi olvidado ya. Lo único que entorpece el tráfico es una obra para arreglar un poco el firme casi al pie del pueblo, donde el ruido se transformó en quietud un decenio atrás. Lo cuentan dos vecinas: Dámaris Aguayo y Mari Carmen Medinabeitia. «Antes, había que tener mucho cuidado con los niños, porque había riesgo con la carretera», explican. Casi había que pedir vez para cruzar. En eso han salido ganando. Otra cosa es lo que diga la hostelería.

Aquí la que opina aparece tras la barra del bar Borox, todavía en Barcial. Su nombre es Begoña Ferrero y cuenta la película según la ve: «Lo de la autovía lo notamos para mal», asegura esta mujer, que apunta además que la ausencia de salida directa desde la autovía para acceder a Barcial del Barco les supuso un golpe. Pero se repusieron. Es más, abrieron el restaurante después de la construcción de la nueva carretera en busca de afianzar la clientela local, de atender a los peregrinos que atraviesan la zona y de atraer a las gentes que se atreven a salirse un poco de la ruta para sentarse en su mesa.
Ya en dirección hacia Zamora, al paso por Villaveza, la carretera antigua ofrece pausa, vistas a las choperas y varios carteles para los peregrinos. Parece improbable encontrar algún negocio con jera por la zona, pero pronto aparece el Restaurante Esla, en plena travesía de Santovenia. Allí para algún camión, varias cuadrillas de trabajadores y viajeros acostumbrados a recorrer la zona. La autovía le hizo daño, claro, pero el negocio tenía las espaldas anchas.

Lo explica el propio dueño del local, un hombre dicharachero llamado Minervino Furones, que cogió el relevo de sus padres para darle continuidad a este negocio abierto desde 1967: «Normalmente, las autovías son el progreso y el futuro, pero los lugares por donde pasan quedan barridos. De Benavente para acá, solo quedan los bares de los pueblos», constata el hostelero, que ha visto desfilar por sus mesas a generaciones de familias del norte y del sur que se acostumbraron a hacer la parada en su casa. Muchos continúan. Puede la fuerza de la costumbre.
También era habitual para muchos detenerse en el restaurante Oviedo, un complejo ubicado entre Santovenia y Granja de Moreruela que tenía cierta fama por la zona y que quedó destrozado por un incendio declarado en abril de 2015, a un mes de la apertura de la autovía. Nunca volvió a abrir. El lugar acumula ahora abandono, cristales rotos, grafitis, hierbajos, desconchones y soledad. Como en el área 221, lo que queda en mitad de la nada dentro de la N-630 parece condenado al olvido. O a la contemplación de su decadencia.

El tema se comenta en la parada del autobús de Riego del Camino, un poco más adelante en dirección hacia Zamora. Allí se juntan tres vecinos, dos jóvenes y uno más veterano, para charlar antes de dar el paseo. Desde ese lugar les queda a la vista lo que era el bar de Pepe, en plena N-630, cerrado después de que abriera la autovía, según indican. «Al final, ha quedado vacío, como todo el mundo rural», constata uno de los paisanos, Francisco Miguel Corral.
El vecino de Riego añade que la gente ya no pasa, que el acceso al pueblo no es cómodo, que incluso las visitas curiosas a Castrotorafe, a tiro de piedra, han disminuido: «También había una zona buena de descanso, pero ya nada», acepta Francisco, que se resigna a lo que hay. O a lo que no. En el rato que dura la charla, no se ve ni un alma.

Tampoco da la sensación de que haya demasiada vida humana en lo que un día fue la gasolinera de Fontanillas. No hace falta ser repetitivo. La estampa es parecida a la del área 221 o a la del Oviedo. Más que la desaparición, aquí brillan el desabrigo y el paso del tiempo. Los carteles de este negocio de Cepsa aún marcan el diésel a 0,99 y la gasolina a 1,12. Es decir, las tarifas que se quedaron congeladas en el tiempo aquel día de 2015 en el que el último vehículo repostó.
La última parada
Ya en Montamarta, última parada de este camino, la gasolinera sí resiste. Es la única dentro de la Nacional en este camino. Allí se detienen un par de coches, mientras un cartel casi despintado señala al fondo cuáles son las direcciones que uno puede tomar. Unos centenares de metros más atrás, todavía en el pueblo, toca buscar el testimonio de uno de esos negocios que, como el de Minervino Furones en Santovenia, se alimentó de dar de comer a los demás. Generalmente, a los conductores que paraban hambrientos. Aquí, las vacas gordas también quedaron atrás, pero la vida sigue.

El establecimiento lleva por nombre Restaurante Rosamari y, a primera hora de la tarde de un día de diario, se mantiene abierto para que un grupo de vecinos del pueblo eche la partida de rigor. «Con la autovía, hemos pasado de tener ochenta comidas diarias en verano a tener treinta, así que ahora lo llevamos de otra manera», asume la dueña, Rosa Arias, que ha dimensionado su plantilla proporcionalmente: de ocho a cuatro empleados.
Con eso, el negocio mira al futuro. Montamarta es uno de los pueblos grandes de la zona, tiene clientela entre los vecinos, los peregrinos pasan y pernoctan y hay cierta «vidilla» vinculada a tradiciones como el Zangarrón. También aficiones de temporada, como la pesca en el embalse que queda a un paso. «Echo un poco de menos el ruido de los coches pasando por la puerta», concede Rosa, que viaja diez años atrás hasta el primer día de la A-66; el día uno también de la nueva vida para la N-630: «Me quedó marcado aquel silencio absoluto en la carretera».
