
Cualquiera que haya salido vivo de sus primeros años en París sabe que es jodido encajar en la ciudad. Encajar físicamente, sin metáforas. No es que falte diversidad de usos y costumbres para que cada uno encuentre su sitio, es que falta sitio: hay que caber en la ciudad, hay que hacerse un hueco de, qué menos, cuatro o cinco metros cuadrados. Hay que respirar entre los cuerpos espachurrados de la línea 2 en hora punta y abrirse camino entre la multitud de turistas que salen del metro en Pigalle o Barbés-Rochechouart, entre los hombres que se amontonan en las aceras del bulevar de la Chapelle y charlan frente a los puestos de boniatos y los minuciosos degradados de las peluquerías, evitando los coches.
No es fácil, sobre todo para alguien que viene de un lugar donde la amplitud se confunde con el vacío, con una imponente soledad. Al atravesar las puertas del edificio neoegipcio del cine Louxor y subir al bar de la tercera planta, ese mismo alguien no puede sino caer rendido de fascinación ante los jóvenes contorsionistas que se deslizan tras las diminutas mesas de la terraza para sentarse en sillitas de madera de las que parece imposible levantarse, y conversan con voces suavísimas y realizan movimientos precisos, sutiles, en un ejercicio de mundanidad que consiste en atraer la vida hacia ellos, en diseminarse por el aire sin desplazarse a ningún lugar. El metro pasa a sus espaldas, sobrevolando la calle. Más allá, en una ventana, una figura grácil recorre durante varios minutos y en ambos sentidos la largura de su estudio, de una pared a otra, y casi toca ambas al extender los brazos. En la esfera que ocupa su cuerpo distribuye todo lo que posee —una lámpara, una mesa con dos sillas plegables, una estantería llena de libros, la bicicleta colgada del techo como una ofrenda a un dios moderno—, cuanto necesita para vivir o para dar la vuelta al mundo. Algo más lejos, un hombre apaga un cigarrillo, cierra un cuaderno y se levanta de un escritorio incrustado en el balcón del último piso del edificio, delante de su única ventana, como el capitán de un barco tras comprobar desde la proa el rumbo y el oleaje, nos dirigimos a buen puerto.
Me pregunto cómo se consiguen esos movimientos felinos, qué técnica milenaria o sabiduría oriental permite hacer tales filigranas en el espacio abarrotado. El entrenamiento ha de ser duro —yoga, tai-chi, terapias psicológicas, retiros espirituales, ejercicios de toda clase para recuperar el control del cuerpo y de la mente y no querer arrancarse la piel a tiras—, pues si en la ciudad no hay hueco para la gente, menos lo hay para los traumas y los sueños que arrastra cada uno por la vida. Aquí puedes ser lo que quieras, salvo torpe. Aquí hay que ir ligero de equipaje, despegado del tiempo y de los demás. Levitar un poco. Soltar lastre. Y andarse ágil para agachar la cabeza cuando vuelan cascotes desde algún rincón ignoto de la ciudad donde la presión, sin previo aviso, se ha vuelto insoportable.