La incursión en el mundo de José Luis Alonso Coomonte (Benavente, 1932) tiene lugar el martes 29 de abril, en las horas posteriores al apagón que ha alterado a toda la península. Pero aquí no se habla de eso. Solo de la energía que mueve al artista. Todo sucede en el famoso taller de San Marcial, en el espacio de creación y almacenaje de la obra de un hombre que, a un mes de cumplir los 93 años, aún maquina y todavía ejecuta. Con la cabeza y con las manos.
Este podría ser, por tanto, un reportaje atemporal para profundizar en la mente de este «viajero incansable»; para conocer lo más destacado de su interminable obra; para pasear con él entre los dibujos, las maquetas, las esculturas, las rejas y los detalles. Eso ocurre, sí, pero tiene un contexto. En esta mañana posterior al amago de apocalipsis eléctrica, la gente del Centro de Estudios Benaventanos Ledo del Pozo y los transportistas vienen a llevarse temporalmente un trocito del patrimonio que Coomonte guarda en San Marcial. Es un día de retorno.

Como muchos lectores ya sabrán, el artista regresa con una exposición al lugar del que partió como el hijo del ebanista y la panadera. Allá en Benavente, donde empezó todo, se abre este 3 de mayo un espacio dividido en tres salas, «como tres son las edades de un hombre». Las idas y venidas de Coomonte se verán reflejadas por su propia obra, con el auspicio de Ledo del Pozo y bajo la batuta de Javier Martín Denis, el autor de los entrecomillados previos y el encargado de comisariar la muestra.
Lo que va a ocurrir está en la mente de Coomonte esa mañana. El artista admite que el asunto le tiene inquieto, pero aún así insiste en mostrar, en enseñar, en ejercer de buen anfitrión: «Está todo revuelto, pero vamos, seguidme», reclama el escultor: «¿Tenéis tiempo? Pues vamos a armar la de San Quintín», augura el hombre que se fatiga porque es nonagenario, pero que conserva el ingenio y la curiosidad porque no deja de ver el mundo con la mirada de quien lo tiene todo por descubrir.

Aquí, quien escribe podría ir citando las obras que va enseñando Coomonte, pero esto no sería un reportaje, sino un catálogo interminable. Basta destacar simplemente que cada rincón, cada puerta de este hogar en San Marcial están salpicados por el sello inconfundible del artista. El también profesor lo cuenta todo con mucho carrete, hasta que de repente frena, se sienta y le pone un poco de pausa: «El problema es que yo no quería ser lo que soy. Tengo un problema conmigo mismo», reflexiona.
¿Por qué? «Porque no acabo de centrarme de tantas cosas que quiero hacer», advierte. Y mira alrededor en busca de algo. Cabría pensar que lo que va a reivindicar Coomonte de todo lo que sí ha ejecutado tiene que ver con la escultura, con su trabajo en hierro. Pero no. «Los dibujos», sorprende el artista. «Por ejemplo, va a ir a Benavente el que hice para el ingreso en Bellas Artes en Madrid, que es impresionante. Tengo miedo de que se pierda por cualquier cosa», concede.

A partir de ahí, el artista habla un rato sobre los dibujos, acerca de las cruces que guarda en unos cuadernos y de las cosas que prefiere no mostrar. O no enseñar tanto: «Hay cosas que no dejo salir de mí mismo», sostiene. Y matiza: «Cosas que son la hostia de buenas, y para que yo lo diga…».
En medio de la reflexión, Coomonte se ve sorprendido por la llegada de las furgonetas que se van a llevar parte de su obra. Pero Marianela, la mujer con la que el benaventano va de la mano en la vida, le pide pausa. Hay un plan trazado para cargarlo todo con el mimo que merece. Aún así, el artista se asoma de vez en cuando, da algún consejo a los encargados del porte y echa ciertas miradas de inquietud antes de resignarse a que tendrá que fiarse. Qué remedio.
Mientras las piezas elegidas forman el tetris cuidadosamente planificado en los vehículos, Coomonte regresa al pensamiento: «Yo tengo una especie de convenio con las cosas en las que no creo. En realidad, no creo en casi nada. Incluso, me da la sensación de que lo mío, lo que he hecho yo, es un sueño», asegura el artista, que afirma que todo está primero en esa mente que da tantas vueltas: «Es aquí donde dibujo», recalca mientras se señala la cabeza.

Ese ingenio es lo que le ha permitido contar con una obra tan prolífica, aunque la longevidad ha jugado su papel, claro: «Yo ya tendría que haber muerto como hace treinta años», lanza de repente Coomonte. «Pero es que los ángeles no me dan fecha para morir», dice como si se justificara. Luego, se levanta y va a ver un rato a la visita. El maestro del hierro se fatiga y se tiene que sentar, pero le dura poco el reposo. Moverse va con él.
Y mientras pasa por cada rincón va lanzando frases lapidarias: «Esto ya no es el estudio de Coomonte, es un cementerio de obras», clama. «Si pudiera lo quemaba todo a la vez, pero es que es hierro», abunda. Y luego se disculpa al percibirse alterado: «Perdonad, pero es que estoy preocupado. Quiero que todo salga bien y que no haya accidentes». Una cosa es que el artista delegue la tarea y otra bien distinta que no le inquiete.
Por eso, le pregunta también al secretario de Ledo del Pozo, José Mariño, por los detalles y por la exposición que se inaugura el sábado: «Yo soy muy benaventano, pero por dentro», le aclara. Y luego recuerda, por si hiciera falta, que su obra va a seguir creciendo, que cuando llegue el verano va a volver a trabajar, que solo necesita alguien que le ayude a soldar. Porque eso él ya no lo puede hacer solo. Su mente va mejor que sus manos.

Ligado a eso, Coomonte incide en que su interés ahora va por el camino del universo, de la naturaleza, de la creación de los animales: «Me interesa cualquier cosa, una mosca, lo disfruto», asevera el artista, que se levanta otra vez en busca de Marianela y que pasa por delante de la maqueta del miliario de la Marina y de un par de carteles de la Feria de la Cerámica en los años 70 mientras habla de algún compañero de generación como el pintor Antonio López.
– ¿Ha estado él alguna vez aquí?
– No, no. Aquí se asusta.
La primera venta, de nuevo en casa
Antes de despedirse para seguir viendo cómo parte de su obra se sube a las furgonetas, Coomonte se coloca ante una escultura pequeña que se ubica casi a la entrada de una sala en la que uno no sabe dónde mirar. La pieza se llama «Buque» y fue la primera que el artista vendió. Lo hizo hace más de 70 años y por un precio de 50 pesetas a un arquitecto judío llamado Moisés Benbunan. Años después, la familia de aquel hombre se la devolvió en forma de regalo.

Esa escultura inicial casi funciona como metáfora de lo que está por venir para Coomonte: una vuelta al principio. Benavente espera: «Cuando esté tranquilo allí, voy a decir unas cosas que tengo preparadas. Van a ser muy bonitas», anticipa. Luego, se despide con un libro y un pequeño detalle artístico. Una partícula dentro de su universo personal.