En los alrededores de la ermita de Valdehunco, en Villanueva del Campo, brilla el azul. Tal es el color de las varas de la cofradía, de los pañuelos en honor de la Virgen y del cielo, que amenaza al fondo, pero aparece despejado sobre el templo. Nada que ver con lo del año pasado, cuando el Primero de Mayo vino con un poco de granizo y un mucho de agua. Esta vez, lejos de hacer falta abrigo, sobra casi todo.
Por eso, la gente se mueve con alegría por las inmediaciones del templo a eso de la una menos cuarto de la tarde, cuando la procesión está por salir de la ermita construida en el lugar en el que, según cuenta la historia, la Virgen se apareció entre los juncos. Crea uno o no en eso, la narrativa tiene fuerza e implica ahora a unas 200 personas que forman parte de la cofradía creada alrededor de ese dogma.

Los cofrades son 200, pero en la directiva hay cinco que se ocupan de gestionar el asunto y de lo que haga falta. Dentro de ese elenco está una mujer llamada Sari Alonso, que vende el merchandising a la puerta, en una mesita que funciona como esos chiringuitos donde se ofrecen bufandas antes de los partidos de fútbol. Aquí, antes de la procesión y sin escudo. Todo, con el rostro o el nombre de la Virgen.
Sari despacha a un par de clientes y muestra lo que tiene: camisetas, gorras, llaveros, botellas para los niños y hasta pastilleros. Esto último, adaptado al público objetivo. Los compradores tienen una media de edad lo suficientemente elevada como para necesitar ya una de esas cajitas: «Tratamos de sacar un poco de dinero para el mantenimiento de la ermita», aclara la mujer. La cuota de la cofradía es de cinco euros anuales y hace falta más para cuidar el entorno, los baños y los pequeños arreglos.

«Hay que hacer muchas cosas», resume Sari, mientras ve salir por la puerta de la ermita a la Virgen. La imagen cruza el umbral y desciende por la pradera hasta el camino. Mucho azul, devoción para algunos y arraigo para el resto. El desfile con el paso sortea a los coches que llegan rezagados, mientras parte del público observa todo desde la altura en la que se encuentra el templo. De fondo, un vecino hace sonar una campana cuyos tañidos se mezclan con la charanga que toca indistintamente La Concha o Pescador de Hombres.
Llegados a cierto punto, el cura se detiene y hace la bendición de los campos, no sin sortear a algún otro vehículo estacionado por allí. La comitiva se detiene, se gira y espera a que los cargadores, los que ganaron el año pasado la subasta de las andas, se den la vuelta y pongan rumbo otra vez a la ermita, donde tendrá lugar la misa y la puja para el año siguiente. Antes, el pueblo regresará al lugar para otra celebración: la del Lunes de Pentecostés.

Ajenos a lo religioso
Mientras todo esto sucede, algunos se ahorran lo religioso. Varias familias van montando los toldos y las mesas para la comida. Otros simplemente cogen sitio en la barra montada en el exterior y echan las primeras cervezas. En Villanueva del Campo hay devoción, pero también ganas de jarana. Y cada cual tira para el lado que le interesa.