El 21 de noviembre del año 2003, el último habitante de Otero de Sariegos se marchó del pueblo. Desde entonces, este enclave privilegiado dentro de la reserva de las Lagunas de Villafáfila carece de vecinos. Han pasado casi 8.000 días de despoblación y abandono por este lugar. Curiosamente, en el siglo XVII, la localidad pasó más de quince años sin ningún alma, pero se recuperó. No parece que esta vez vaya a haber tanta suerte.
El asunto está más que asumido entre quienes nacieron aquí, personas instaladas en un limbo identitario un tanto extraño. Quizá, algo similar a lo que les ocurre a las personas cuyos pueblos natales acabaron sumergidos bajo los embalses. Aquí, la ventaja y la desventaja es que las calles están. Uno puede ir a ver, pero no encuentra vida. No están los hijos ni los nietos de nadie. Solo casas a medio caer y una iglesia que empieza a temblar.

Dentro de ese templo, aparece este 25 de abril una mujer apoyada en una muleta. Se llama María, viene con la sonrisa puesta y es historia viva de Otero de Sariegos. En agosto, la protagonista de este reportaje, de apellidos Justo Lorenzo, cumplirá 99 años. Cuando ella nació, en 1926, la localidad tenía unos 130 vecinos. Por ponerlo en contexto, su posición en el ranking poblacional de Zamora en 2025 sería el 176 de 513.
Es decir, más o menos un pueblo como Entrala, Manzanal del Barco o Muelas de los Caballeros en la actualidad. Para darle una pensada y tener un escalofrío. «Aquí nací, me bauticé y todo», arranca, sin esos datos presentes, María, que viene para la romería de San Marcos, para la tarde en la que Otero de Sariegos acoge a quienes aún guardan en el corazón el recuerdo de lo que fue un hogar, una comunidad, una identidad propia.
En la cita hay más personas como María, pero ella puede presumir de ser la persona viva que guarda una memoria más antigua de este lugar. Es la mayor. «He seguido viniendo toda mi vida. Mucho. Aunque a los diez años me fui para Villafáfila«, explica la mujer, que se apoya en su hija para escuchar, pero que se maneja sin problemas a pesar de la edad.
La mujer admite que le dio «mucha pena» seguir de cerca un proceso de vaciado que fue como una muerte anunciada desde los años 60, cuando el éxodo rural castigó a uno de los pueblos que ya era de los pequeños dentro de la comarca. En un decenio pasó de tener casi cien vecinos a menos de cuarenta. De ahí hacia adelante, solo fue cuestión de tiempo hasta el final definitivo, que llegó poco después de poner un pie en el siglo XXI.
Pero, independientemente de eso, María nunca dejó de volver: «Siempre le decimos: ¿Nos damos una vuelta por Otero? Aunque ya no haya gente, a ella le gusta venir», explica su hija, que apunta que, en días como los de la romería, su madre «está que no cabe en sí». «Yo no me pierdo nada», interviene la protagonista, que lo que no ha perdido nunca es el vínculo con el lugar donde vio la primera luz.
Los que quedan y los descendientes
Allí, en la iglesia de San Martín de Tours asiste a la misa, y más tarde se queda un rato sola frente al altar. Los crujidos y las grietas advierten, pero ella no se inmuta. Y luego sale a divertirse. Fuera hay algún paisano más, como una a la que llaman Macu y que, con cuarenta años menos que María, es ahora la más joven de todos los nacidos en Otero de Sariegos. Los demás son ya hijos, nietos o bisnietos de.
Entre ellos, hay incluso algunos niños que tienen la edad que contaba María cuando, en el funesto año 1936, marchó al pueblo cercano a hacer la vida. Por ahí, en el Otero del presente, danza un muchacho con la camiseta de Ansu Fati mientras otra niña se entretiene con una cuerda y un chaval algo más pequeño se hace fotos con su madre. Es cierto que, cuando caiga la noche, no habrá ninguna casa llena por aquí, pero al menos la mujer más vieja del lugar sigue viendo de vez en cuando sus calles agitadas. Como en los primeros recuerdos.