
Llegaron los extraterrestres a un pueblo a punto de perderse en la nada de Google Maps y enseguida les cedieron tierras de labranza porque lo que hacía falta era frenar la despoblación, objetivo prioritario para volver a ser visibles.
Nadie conocía la naturaleza alienígena de estos seres porque en apariencia eran iguales a los humanos y hablaban perfectamente el castellano, aunque con giros más propios de Cervantes que del lenguaje común. Es cierto que el color naranja de su piel y el pelo tan amarillo podían haber levantado sospechas, pero no lo hicieron, tal vez porque estos rasgos se asociaban a culturas nórdicas con mucha demanda en vitamina D, y porque después de décadas sin nuevos habitantes, no era lógico andar poniendo pegas de carácter étnico. Tampoco el secretario del Ayuntamiento hizo preguntas comprometedoras cuando llegaron a empadronarse y resulta que en sus documentos de identidad solo había números primos.
Los extraterrestres, un grupo de unos 40 individuos, alquilaron una pequeña granja a las afueras y en pocos días la tenían convertida en un conjunto residencial con todos los servicios esenciales. Pero no fue esto lo que más asombró a los nativos del pueblo, sino su pasmosa facilidad para acostumbrarse a la presencia de los eólicos. La granja no se situaba lejos de uno de los molinos de más de 200 metros que recientemente se habían instalado en el término municipal, y el ruido constante de los aerogeneradores se metía en el cerebro. De hecho, esa granja, antes avícola, había sido abandonada por su dueño a causa del estrés de las gallinas, las cuales habían comenzado a tener comportamientos extraños derivados del complejo de Ícaro.
Gracias a su comportamiento educado y respetuoso con las instituciones y a que jamás se metían en la vida de nadie porque vivían como en otro mundo, los extraterrestres pasaron a ser considerados los vecinos perfectos. Un atributo magnificado por el hecho de que los alienígenas daban hasta cincuenta euros por cabeza para las fiestas patronales.
Como premio a su exquisito civismo, un periódico de tirada nacional les dedicó un reportaje con fotos a todo color y encabezado con el siguiente titular de corte poético: «El renacer silencioso del campo».
Todo marchaba bien. Demasiado bien, comentaban quienes habían comenzado a recelar del modelo a seguir que aquellos nuevos habitantes habían impuesto. No son perfectos, comentaban las voces más críticas. No acuden nunca al médico y así no hay manera de reclamar más servicios. Pues será que tienen salud de hierro, respondían otras personas.
Todo marchaba bien. La calma del mundo rural parecía, por fin, tener una recompensa con la revitalización del número de habitantes. Solo faltaba que los nuevos vecinos comenzaran a procrear para soñar con abrir de nuevo la vieja escuela que había quedado abandonada después de aquella emigración forzosa a las ciudades hacía décadas.
Y con esta paz vivía el pueblo cuando la lotería cayó de forma inesperada. Primero la pedrea, con la llegada de varias macrogranjas, y poco más tarde el premio gordo, que consistía en la ejecución de una planta de biogás en los terrenos más áridos del municipio.
Los oriundos estaban algo desconcertados. Y es que una cosa es la vista y otra el olfato. Se podía vivir con el paisaje industrializado, bastaba taparse los ojos para ello; pero si los olores se metían en las casas, ¿cómo evitarlos? Estaba claro que no iban a dejar de respirar, así que solo quedaban dos alternativas, o luchar contra esas malditas plantas o acostumbrarse a un hedor anunciado.
Por otra parte, no todo eran desventajas, la empresa responsable del proyecto había prometido fuertes ingresos que el Ayuntamiento podía emplear en contratar personal de servicio.
Lo más sensato era convocar un referéndum, y así se hizo.
Votaron todos los vecinos y he aquí que salió el sí por goleada. Cuarenta y dos votos que sí por veinte que no. El alcalde, partidario de la nueva planta de biogás, respiró hondo. Pero el resto de vecinos, los de toda la vida, clavaron su mirada hacia el lugar donde estaban los extraterrestres. Por culpa de ellos, el pueblo quedaría sumergido en una fétida nube de gases residuales.
¿Pero es que ellos no huelen?, fue la pregunta generalizada.
Y de pronto, la sospecha comenzó a agrandarse.
La sospecha de la gente común a que su pueblo, el pueblo que les había visto nacer y crecer, estaba ahora controlado por una especie rara de alienígenas sin olfato, y tal vez con el resto de los sentidos menguados, incluyendo la empatía.
La sospecha de que ya era tarde para volver atrás y que, con toda seguridad, habían hipotecado el futuro de sus descendientes, si es que estos descendientes, todos ellos en lejanas ciudades, decidían volver algún día a ese lugar para habitarlo, pero para habitarlo de verdad, para formar comunidad, para generar actividad cultural, para llenar el bar que aún nadie se había atrevido a abrir.
La sospecha de que el fenómeno extraterrestre no era un asunto aislado, pues posiblemente eso mismo estuviera ocurriendo en muchos otros pueblos.
Vete tú a saber, se decían, aunque esto no se atrevían a compartirlo, vete tú a saber si Europa no está controlada por extraterrestres sin sentido común, vete tú a saber si el presidente del país más poderoso del mundo no es otro extraterrestre sin neuronas, vete tú a saber si quienes ordenan bombardeos no son… En fin, mejor no pensarlo.