Abuelas, madres, nietas, hijas, sobrinas, primas, amigas, compañeras, conocidas. Zamoranas. Mujeres. Centenares de mujeres que se han dado cita para acompañar a su Virgen, la que el año pasado no pudo salir de la iglesia y a la que este año un vendaval ha obligado a pasar otro Sábado Santo recluida tras los muros de San Juan. Iglesia a la que ellas se han acercado sin más pretensión que esa, acercarse. Acompañarla. Arreciaba la lluvia y de la Plaza Mayor se iban todos. Un todos que esta vez no es inclusivo, porque quedaban ellas para cantar la salve a su Virgen. A su Soledad. Ellas nunca le fallan.

Soledad de Zamora vestida con un raso negro pobre, tan pobre como la ciudad que la adora, ciudad que cada año renace durante diez días y que se apaga, paradojas de la vida, con la Resurrección. Zamora se crece en la muerte y se reduce en la vida. Soledad a la que le duele su ciudad, su provincia, su tierra. Que recoge en sus manos entrelazadas a Zamora entera, que el lunes vuelve a apagarse. Sin enfado, sin resignación, solo tristeza.
Tristeza por lo que se acaba, por las promesas que no llegan, que se desvanecen cuando están cerca como un oasis en el desierto. Tristeza por los maltratados por la vida, tristeza por los que se fueron este año y que no volverán, tristeza por los que tuvieron que marchar a ganarse la vida a provincias lejanas o a países aún más lejanos. La Soledad es la madre que despide a su hijo con entereza. Jamás una madre debería decir adiós a un hijo.

Soledad a la que los zamoranos cuentan sus penas. Soledad a la que le duelen sus hijos. Soledad que congrega, que acompaña a tantos zamoranos en su peregrinar. Soledad que es consuelo. Soledad que intercede, Soledad que perdona. Cuántas estampas suyas en las carteras, cuántas fotos en los pisos de nuestros emigrantes. Soledad que es Zamora. Soledad a la que Zamora esperará en 2026.
Nunca sola, Soledad.