Pedro y Arnau están juntos a la entrada de la iglesia de Bermillo de Alba. Los dos van vestidos iguales, cada cual con su capa parda. Pedro compró la suya en Zamora, en Matos y Soto: «Me pidieron lo que quisieron», subraya. A Arnau, la prenda se la hizo su tía, y la lleva con orgullo. Pedro vive en Alcañices y ya es un tipo entrado en años. Arnau reside con sus padres en Igualada (Barcelona) y es un niño de esos que nació fuera porque sus ascendientes alistanos se marcharon antes. No es el único, como ya sabrá el lector.
El caso es que Pedro, tío de la madre de Arnau, saca cada Viernes Santo al muchacho en la procesión del pueblo. Con la indumentaria de la tierra. La familia del pequeño viene en Semana Santa, y a él le encanta desfilar. Y también se desvive por la capa: «No es nada religioso», señala la madre. Ni falta que hace. Lo de este niño catalán con sangre alistana va por lo identitario, como muchas de las motivaciones que arrastran a los cofrades en estos días de Pasión en la provincia.

La de Pedro y Arnau es, desde esa lógica, apenas una de esas pequeñas historias que se encuentran en medio de lo cristiano. «¿Dónde andas?», le pregunta el mayor al pequeño cuando arranca el desfile y lleva un rato sin ver al chico a su lado. La respuesta la tiene la madre, que le ha advertido de que, si llueve, no hay nada más que hablar. Y cae un chaparrón. Pero para. Y Arnau se sale con la suya.
Juntos, los dos protagonistas avanzan por las calles de Bermillo de Alba junto a la Virgen, el Cristo y el resto de los participantes en este desfile que es herencia de las «tres o cuatro cofradías» que había antaño en el pueblo. La procesión de la Soledad se recuperó hace más de diez años, tras la restauración del calvario hacia el que se dirige la comitiva después de partir del templo de San Mamés. Las capas alistanas protagonizan la escena, tomada del ejemplo de la «gente antigua», aunque también hay mujeres con toquilla negra.
Los tambores marcan el paso mientras la procesión pasa por la puerta de Basilio en la primera Semana Santa sin el sastre que hacía las capas. Cuesta evitar una mirada de soslayo. Al fin y al cabo, el acto pendiente en el calvario, tras la cuesta por el camino de tierra, va de eso, de recordar a los que ya no están, a quienes precedieron a las gentes que desfilan en el Viernes Santo moderno. Como luego harán los que vengan con los de ahora.
La entereza
Al llegar al lugar marcado, el cura, Agustín Crespo, toma la palabra para hablar de la pérdida. Luego, se arranca junto a las mujeres con las estrofas de «La muerte no es el final». Lo hace con entereza, a pesar de lo que se habla entre los parroquianos. Su sacerdote acaba de sufrir el fallecimiento de una persona cercana y, aún así, ha querido estar en un momento como este. Sus feligreses lo valoran. Lo dicen. Aunque él no dice, solo aguanta.
Ya de vuelta a la iglesia, los temores de la madre de Arnau se cumplen. Agua. Mucha agua. Un poquito más. El chaparrón empuja a la procesión a apretar el paso en el retorno, aunque vale la pena mojarse un instante, detenerse un momento y contemplar el arcoíris que nace al fondo. Otra cosa que el niño de Igualada podrá contar a sus amigos cuando vuelva al cole y narre sus aventuras con Pedro.