Parecía que no salía, pero salió. El cielo amenazaba lluvia y, efectivamente, llovió. Lo que pasa es que el Santo Entierro de Bercianos se las ingenió para desfilar con el agua pegada a los talones. El chaparrón grande pilló a los cofrades ya con el templo de San Mamés a la vista y con casi todo el ritual cumplido, así que éxito para la cofradía, que en 2024 se limitó a hacer el descendimiento por culpa de las precipitaciones y que, esta vez, supo encontrar una ventana para caminar hasta el calvario
Premio para los turistas y los curiosos que se acercaron por primera vez a conocer las particularidades de una procesión que puede presumir de ser una de las más genuinas de la provincia. Los cofrades, vestidos de blanco de la cabeza a los pies, llevan puesta su propia mortaja, la ropa con la que dormirán el sueño eterno. Algo inquietante, sí, pero también diferencial para un pueblo que se entrega y que se llena.

Por eso molestan tanto las nubes cuando está por llegar la hora, porque la expectación es grande y la devoción también. En la plaza, suena la voz de las mujeres mayores de Bercianos. Lo hace durante un buen rato, mientras el Cristo preside la escena cubierto por un plástico. Al rato se suman la Virgen Dolorosa y la urna donde irá Jesús desenclavado. Los cofrades también ponen ese patrimonio a cubierto. Los paraguas se abren. Llueve en la tarde de Viernes Santo.
Con todo en contra, y con el añadido innecesario de un viento que tortura, salen todos los hermanos del templo de San Mamés. También las mujeres de luto y los mozos, que escoltan al cura que da el sermón. Esta vez, el sacerdote es Pedro Faúndez, que no se demora. Algo sabe. El religioso da la señal: «Procedamos». Y otros dos compañeros suben la escalera y desenclavan según la retahíla. «Quitadle el titulus, quitadle la corona de espinas, quitadle el clavo de la mano derecha…». Así hasta que el cuerpo articulado queda suelto y los cofrades lo colocan en la urna.
Faúndez remata con un par de aportes de su cosecha: «Nuestros pueblos están muertos y, ahora que muere también Cristo, parece que viven», señala el cura, que apela a la unión real entre las gentes: «Ahora, nos quedamos en un me gusta que no nos compromete. No estamos vinculados», lamenta. Cuando termina el sacerdote, quedan casi diez minutos para las cinco, la hora del desfile. Pero no hay tiempo. La procesión tiene que salir.

El aguante con los pendones
Y allá va, con los pendones. ¿Recuerdan el viento? En la carretera que sube al calvario, al cementerio en las afueras de Bercianos, las rachas pegan fuerte y complican la vida de los mozos que agarran el mástil como si protegieran su vida. Los tipos sudan, pero se aguantan. Y suben. Detrás van los hermanos y las mujeres, que cantan y mueven a la Virgen. Arriba, los cofrades entonan el Miserere y se sitúan para regresar. Lo harán rápido.
Y es que, poco después de iniciar el descenso, con el horizonte de la belleza reverdecida de este rincón de Aliste, la lluvia que había dado media hora de tregua llama otra vez a la puerta. Y lo hace con fuerza. La cofradía aprieta el paso, conviene resguardarse de nuevo en San Mamés. Pero ya todo se ha cumplido. Y en tiempo récord.