Resulta complicado calcular las filas de espectadores que se acumulan en la Plaza Mayor para ver subir a la Esperanza desde Balborraz y contemplar una de las imágenes más icónicas de la semana grande de Zamora. ¿Diez? ¿Quince? ¿Y cuantas personas hay sobre la plataforma del Merlú? Ve tú a contarlas. El caso es que eso está hasta la bola. Y la gente, contenta. Hace sol, no hay rastro de los malos augurios relacionados con el tiempo y, por delante, se abre un día festivo que en realidad son dos consecutivos. Alegría para todos.
O para casi todos. En la parte de atrás de la Plaza Mayor, ya se percibe también el otro movimiento, el que ahora aparece en un segundo plano, pero que poco después se situará por delante en la escena. Y se mantendrá muchas horas. Muchas. ¿El de la hostelería? Acertó usted. En uno de los bares de la zona, una camarera despacha desde hace rato cafés sin conocimiento. En otra terraza, un grupo duda: ¿Desayuno o vermú? ¿Qué hora es? Pues venga, esas cañas.

Por la parte de atrás, cerquita de San Juan, una floristería descarga para preparar los pasos antes de la procesión de la madrugada. Conviene tenerlo todo listo. Al tiempo, varios trabajadores de los bares de la zona pasan colocando mesas y arrastrando sillas en carretillas. Alguno no parece de muy buen humor. Les come la jera, y la perspectiva que aparece en el horizonte no es la mejor. El día va a ser duro en la misma proporción que va a resultar divertido para el común de la ciudad.
En Viriato, el bar que hay también funciona a toda máquina ya pasadas las once, mientras las primeras damas de la Esperanza avanzan hacia la rúa. Los rezagados caminan en paralelo y se asoman: ¿Hay sitio? No. A ir para delante. Hoy no hay problema. Casi se agradece estar en la calle. Incluso, para los padres de dos gemelos que deben estar degustando en ese instante una de sus veinte primeras comidas sólidas. Los abnegados progenitores sacan a los muchachos para que contemplen al Barandales. A llorar. Retirada.

Enseguida llega la procesión, regodeándose. Casi como en una venganza por el bajón del año pasado. Ahora vais a tener Esperanza para rato. Las mujeres prácticamente atisban la Catedral, aunque algunas llegan melladas. Una aprovecha el fondo que toca para quedar con gente de la acera en los Tilos, y otra le recalca a la compañera de al lado que lo de antes muerta que sencilla se acabó: «Yo soy una señora, a mí me da igual. Si me miran que me miren».
Una chica que todavía no es señora se quita un rato los tacones y se apoya en la amiga de atrás. Es de la Esperanza, pero no da mucha. «Uf, queda bastante por detrás». Efectivamente, la procesión se alarga, pero eso es que no hay borrasca persiguiéndola. Lo que ocurre es que, por mucha luz que acompañe, no hay más remedio que acabar entrando a la Catedral. A ver si llega la Vera Cruz y tiene que hacer cola.

Lo que queda por delante
Unos minutos antes de la una, el rastro de la Esperanza ya ha desaparecido de la Plaza Mayor, y las terrazas que antes se iban ocupando poco a poco se han convertido ahora en una parcela por la que pelear con uñas y dientes. No habrá más descanso para los del mandil. «Comer aquí no se va a poder, porque está todo lleno», comenta un señor en alto. Eso es un facto, que dirían los chavales. En un Jueves Santo como el que ha salido en 2025, las procesiones se lucen y la hostelería revienta. Para lo bueno y para lo malo.