Madrugada del Martes Santo en Zamora. En un espacio muy reducido, conviven muchas realidades al mismo tiempo. Esta podría ser la noche de Las Siete Palabras, que lo es, claro. Pero no solo. A su alrededor giran vidas dispares, tareas variopintas, estados espirituales y espirituosos. Una mezcla curiosa. Desde que el desfile abandona la Horta, se convierte en el metrónomo itinerante de la ciudad en unas horas sin liturgia fija.
La historia comienza en la iglesia del barrio, con los rituales, con la introspección, con lo religioso. Hay quien se acuerda de un familiar, quien procesiona con el empuje de una promesa, los que se aferran a la fe o al sentimiento de pertenencia. Los hay que van descalzos, que cumplen penitencia. También los que viven alejados de lo cristiano practicante, pero se marcan tal noche como esta en rojo en el calendario por una cuestión de tradición, de zamoranismo o de respeto a la herencia cultural.

A la salida, en las aceras, hay quienes casi se anticipan al desfile para recogerse pronto, los muchachos que las quieren ver todas y que dejan la jera hecha enseguida sin renunciar a la jarana, o los vecinos veteranos de la zona, que ya notan el peso de los años y del reloj, pero que no perdonan el Martes Santo. Otros ven la escena desde casa, ponen La 8 resguardados del frío y miran la tele para sentir lo mismo que quienes aguantan a pie quieto. O parecido.
Más arriba, cerca de la Plaza Mayor, los grupos de amigos se dividen entre los que buscan la procesión y los que la evitan. Algunos se plantan en la fila con el vaso y se integran entre el público mientras miran hacia los lados, como si fueran intrusos en el paréntesis formal de una noche agitada. Al fondo, unas muchachas se llevan un berrinche por la mala suerte de una de ellas en el amor, al tiempo que un par de chicos de su edad pasan delante de los espectadores sin reparar demasiado en la necesidad de guardar la compostura.

Por la calle de la Feria, los tambores suenan y quiebran el silencio de la noche. Casi asustan. Quizá despierten a algún vecino despistado del Riego, que maldecirá el sobresalto por la mañana, cuando madrugue para trabajar. Esa mañana será el tiempo del sueño para los policías, los miembros de Protección Civil o los empleados de la limpieza, que soportan con entereza el frío y se contienen con algún comportamiento más alterado de la cuenta.
Ya en Viriato, mientras tiene lugar el rezo de las Siete Palabras, algún agente abronca a los muchachos que pasan con la copa en la mano. Todo tiene un límite. Unos metros más allá, frente al Ramos Carrión, una hermana del Vía Crucis escucha el acto de Las Siete Palabras mientras repone fuerzas con una bolsa de Jumpers y observa, entre divertida e impactada, a un hombre mayor que llega hablando solo con una lata de Mahou en la derecha y un baile difícil de definir en la izquierda.
El cruce de caminos
Cuando pase un rato, los cofrades se habrán ido a descansar, los trabajadores irán apurando el turno y los chavales habrán elegido entre la retirada a tiempo y el viaje hacia los lugares más recónditos de la noche. Antes de ese cruce de caminos, a alguno le pasará lo mismo que a un tipo en Santa Clara: un amigo le insistirá para que deje de pensar en la faena del día siguiente y se pida otra. Para cuando se decida, la procesión estará encarando sus últimos metros rumbo de nuevo a La Horta. Ya con menos compañía, como los que volverán solos a casa.
