En enero de 2020, cuando en España empezaba a hablarse del COVID, a Anastasio empezaron a faltarle las fuerzas. Primero, en paseos largos o a la hora de andar en bici, una de sus grandes aficiones. «Sentía», recuerda ahora, cinco años después de aquello, una «debilidad a lo que no le das ninguna importancia». Total, «uno va cumpliendo años, ya pasados los cuarenta». En febrero el cansancio fue a más y dio la cara en un viaje laboral, lo que motivó la visita al médico de cabecera. En plena pandemia, cuando todo lo que no fuera respiratorio pasó a segundo plano. Analítica y a seguir, intentando «comer un poco mejor y hacer algo más de deporte». Pasado el confinamiento los síntomas, si es que se les puede llamar así, fueron a peor y en junio de 2020 Anastasio es derivado al neurólogo. «Ahí ya iba muy mal para subir escaleras, me tenía que agarrar mucho a las barandillas, a las piernas les costaba andar y me dolían los pies». Unas semanas después pasó a un especialista. El 9 de julio de 2020, un día después de cumplir los 44, le llegó el diagnóstico: Esclerosis Lateral Amiotrófica. ELA.
Desde detrás de la coraza que la vida le ha obligado a construir, Anastasio Hidalgo, sentado en el salón de su casa en Zamora, relata cómo asumió aquellos primeros días. De entrada, con altas dosis de negación. «Pensé que a lo mejor era un error, que habría alguna solución, que quizás me iba a recuperar. Yo pensaba que me podía curar». Ni antes ni ahora, dice, ha sido una persona que busque síntomas ni diagnósticos en Internet, y eso le ha ayudado. «No era realista, no sabía lo que se me venía encima». Durante este tiempo no ha perdido la esperanza, ha participado en ensayos clínicos relevantes, ha probado medicamentos experimentales. «He estado en dos ensayos, un año en cada uno. Han hecho pruebas sobre mí, sobre mi cuerpo», apunta. No han funcionado.

El día del diagnóstico a Anastasio le dieron una esperanza de vida de entre dos y tres años. La estadística dice que la media está en cinco años desde el diagnóstico, fecha que llegará en julio. «También la voy a superar», asegura el zamorano, nacido y criado en Coreses. Avanza la vida, pero lo hace con la enfermedad extendiéndose como una sombra. «Creo que no habrán pasado tres horas sin pensar en la ELA desde que me la diagnosticaron. A lo mejor lo que dura un partido de fútbol, pero seguramente tampoco. Siempre estás concentrado en cómo moverte, como ponerte mejor para dar menos trabajo a los cuidadores». Cuidadores que en este caso son la mujer de Anastasio, Maite de la Torre, y la familia más cercana. En lo que puede colabora Celia, la hija del matrimonio, de doce años.
El zamorano define la ELA con crudeza y con pocas palabras. Las suficientes. «Es una enfermedad degenerativa que te va consumiendo todo. Toda la fuerza, todos los músculos, toda la fuerza para respirar, para comer. Eso es lo que me está pasando». La enfermedad comenzó a atacar a Anastasio por las piernas, que a día de hoy están «casi a cero», y va subiendo por su cuerpo. Los brazos están ya «muy debilitados», aunque mantiene cierta movilidad y algo de fuerza en las manos. La suficiente para manejar el «joystick» con el que mueve su sillón y poder coger una botella de agua.
«Yo me puse enseguida en marcha para intentar mantener el estado físico», con rehabilitación. En 2021 comenzó a andar con muletas y estuvo casi un año con ellas. Hasta que empezaron las caídas. En primavera de 2022, va a hacer tres años, Anastasio, «por caminar un poco más de lo que podía o debía», se cayó y se rompió dos vértebras que acabaron con su cuerpo sobre una silla de ruedas. Desde entonces no ha vuelto a caminar. Tras la recuperación empezó a agarrarse a un andador para intentar dar unos pasos, pero el año pasado volvió a caerse y se fracturó el fémur. «Ahora doy unos pasos, cada vez menos, y me cuesta mucho».

«Los músculos para respirar y comer los tengo débiles, pero funcionan aún», asegura. «Lo vas perdiendo todo, toda capacidad de hacer algo físico. La capacidad de salir, de moverte, de caminar, de jugar con tu hija, de hacer cosas en casa. De trabajar. Pierdes la vida, la vida normal, la capacidad de hacer cualquier cosa», reconoce. «Así vamos, a empujones, con la ayuda de mi mujer y de mis hermanos, tanto física como mental». Hoy es su hermano quien le lleva al fisio y a la piscina. «No sé hasta cuándo podremos ir, ya vamos con mucha dificultad. Él me lleva, me cambia, me mete en la piscina, me seca, me viste y me trae a casa. Silla de ruedas, sillón y cama».
«¿Miedo? A no poder respirar. Creo que a todo el mundo le daría miedo eso»
«Intento no pensar en el futuro», contesta cuando se le pregunta por cómo espera que sean los próximos meses. «No sé si en verano voy a poder seguir nadando, si voy a poder bañarme en alguna piscina, si voy a poder ir a la playa… No lo sé. El verano está de aquí a tres meses, pero no lo pienso. Pienso en el día a día». Lo que sí sabe es que será peor que hoy. «Siempre es retroceso, yo intento que sea lo más lento que puedo, pero es así».
Sí se «valoran más» los momentos buenos, que no son completos. «Claro, es que el físico importa mucho», asegura el zamorano. «Si no puedes coger a tu hija, ir a nadar, salir a caminar… No puedo enseñar a Celia a pintar, porque mis manos ya no pintan, o no ayudan a hacer divisiones. Sí puedo estar con ella y ayudarle en lo que esté en mi mano, pero ya no es completo. El físico importa mucho», dice.

¿Miedo? «Me da miedo perder el habla, no poder tener una conversación como la que estamos teniendo. Es algo que va a pasar, y hay aparatos que te permiten comunicarte con los ojos, pero tampoco pienso en ellos. ¿En este momento puedo hablar? Puedo hablar. ¿Puedo tragar? Puedo tragar. Lo que más miedo me da es no poder respirar, creo que a todo el mundo le daría miedo no poder respirar». En esos momentos, «hay métodos» para seguir viviendo, asegura Hidalgo refiriéndose a la traqueotomía.
– ¿Tienes decidido cómo vas a afrontar esos momentos?
– No, no. Tengo una idea, pero no te la voy a contar. No lo tengo decidido. Ya lo veremos. Este mes no va a ser, ni el que viene. Ya veremos. Vamos a darle margen.
– ¿De dónde sacas las fuerzas?
– Pues no lo sé, tendré unas pocas todavía. De mi familia, no lo sé, la verdad. Supongo que las tengo. Las estoy perdiendo, pero las tengo.
La burocracia y los efectos de la paralización de la Ley ELA
El 10 de octubre de 2024, el Congreso de los Diputados logró aprobar la ley sobre la Esclerosis Lateral Amiotrófica. Pacientes y familiares vieron cumplidos sus objetivos tras casi tres años de debate estancados, pero cinco meses después de su entrada en vigor, la aplicación de sus medidas es una tarea pendiente. Detrás de esta situación hay personas, y una de ellas es el zamorano que nos ocupa. Y es que la enfermedad cae también como una bomba en la economía familiar. Anastasio tenía su propia empresa dedicada a los seguros y dejó de trabajar hace aproximadamente dos años. Maite, su mujer, está en excedencia desde septiembre para dedicarse a su cuidado. Los ingresos bajan y, mientras, los gastos suben.
Desde septiembre del año pasado Anastasio tiene reconocida la incapacidad absoluta, pero no la gran invalidez. Este último estadio le ha sido denegado hasta dos veces por parte del Instituto Nacional de la Seguridad Social, cuyos responsables han llegado a personarse en su casa, de noche, para comprobar su estado. «Vinieron cuando mi mujer y mi madre me estaban duchando. Mi situación es de gran invalidez. No puedo trabajar y necesito continuamente a terceras personas para poder vivir». Tiene denunciada a la Seguridad Social. El juicio es el noviembre, dentro de más de medio año.

El primer grado de dependencia se le reconoció en 2022, dos años después del diagnóstico, y se tradujo en una ayuda de 15 euros al mes. Ahora está en un grado tres, que es el máximo, e ingresa 200 euros mensuales para ayuda de las labores de casa. Con ellos afronta parte de los gastos y la contratación a media jornada de una persona que acude todos los días a su hogar. A mayores recibe la prestación correspondiente por la incapacidad, la cantidad que le correspondería como jubilado teniendo en cuenta su base de cotización pasada.
Anastasio forma parte de ELACyL, la asociación de enfermos de ELA de Castilla y León, y de la Asociación Española de Esclerosis Lateral Amiotrófica (Adela). Un «pilar muy fuerte» porque han ayudado con ciertos muebles que ya son necesarios, como el sillón móvil en el que se sienta esta tarde, o con las ayudas a la fisioterapia, que «está excluida de la sanidad pública en enfermedades crónicas o cuando la persona no se puede recuperar». Desde que se diagnosticó, Anastasio lleva a sus espaldas «unas seiscientas sesiones de fisio y otras tantas de piscina». No ha recibido ayuda pública para ninguna de ellas.

Espera también la familia la ayuda a la que tiene derecho por las obras que ha hecho en casa, que tampoco llega y lleva solicitada desde 2023. Ha habido que ensanchar las puertas, hacer más accesible la cocina, instalar grúas, camas articuladas… Lo más ilustrativo es el baño, idéntico al de un hospital. «Nos ha costado mucho dinero, lo hemos pagado nosotros. Se solicitó la ayuda hace dos años y no sabemos nada».
Y, a mayores, la burocracia. Papeles en el INSS, en la Tesorería General de la Seguridad Social, en Servicios Sociales, en el Ayuntamiento… «Yo necesito un cuidador y un abogado», asegura Hidalgo mientras pide a su mujer que muestre la carpeta donde se acumulan los papeles de cinco años de enfermedad. Abulta mucho y pesa varios kilos.

«Vamos viviendo con lo que queda de mi trabajo y lo que ingreso, pero se va a acabar. Se va a acabar. Y yo todavía no estoy con la enfermedad súper avanzada. Esta avanzada, pero no súper avanzada. En el futuro voy a necesitar 24 horas de cuidadores, y eso hay que pagarlo. La fisioterapia es cara, y cuando es a domicilio, que pasará, es más cara». Esta es una de las cuestiones que quiere regular la Ley ELA, pero todos los días muere gente que se hubiera beneficiado de ella y que no ha notado sus efectos. «Todas las leyes afectan a gente, pero en este caso es una carrera contrarreloj».
El apoyo constante de Maite
En todo el proceso Anastasio ha estado apoyado por su mujer, Maite. Reconoce que sintió más miedo que su marido en el día del diagnóstico. «Todo lo que lees es atroz, yo al principio sentí mucho miedo. Pero piensas que esto no te puede vencer, que tienes que estar ahí para ayudar». Maite buscó ayuda psicológica, que le ayudó a «entender lo que estaba pasando».

Pese al miedo, la vida no cambió en ese momento, ha ido cambiando después. Celia tenía siete años en el momento del diagnóstico y de ella salen buena parte de las energías con las que el matrimonio afronta su día a día. «Ella es una niña muy alegre, muy divertida, muy optimista. Nos da mucha fuerza».
– ¿Cómo afrontas el futuro?
– Trato de pensar que la vida son etapas. Yo he vivido una etapa en la que he estado acompañada y viviré otra en la que estaré menos acompañada. Será otra etapa que afrontaré de otra manera, diferente, no es la vida que hubiera elegido, pero es la que voy a tener. Así lo afronto.