Dos tipos llegan a una librería después de tomarse un vino. Curiosamente, no van en busca de una novela, sino que ya la traen en la mano. Ambos se dedican a contar historias, cada cual a su manera, y en esta tarde de viernes se van a plantar ante el público para desentrañar una obra que ya se escribió. O, más bien, para ir tejiendo varios relatos alrededor del principal. Como si Vallesordo (Libros del Asteroide) fuese un tallo y en torno a él apareciesen las hojas.
La cita tiene lugar en la Librería Semuret, en el corazón de Zamora, y los dos tipos que vienen de tomarse un vino se llaman Jonathan Arribas y José Luis Gutiérrez. El primero es el autor del libro sobre el que va a versar la charla; el segundo responde mejor al nombre de Guti, y es narrador y contador de historias en diferentes formatos. Los dos vienen listos para reflexionar, unidos por varias raíces comunes. No la generacional, pero sí otras vinculadas a la manera de entender el mundo y la escritura.

Esos hilos que les unen empezaron a conectarse, paradójicamente para un hombre como Guti, que se dedica a «escuchar viejas» en los pueblos, a través de unas redes no siempre tan frías. Allí leyó el narrador los primeros textos de Jonathan, y desde ahí corrió a comprar la primera novela del veinteañero cuando Vallesordo vio la luz en enero: «Es un prodigio de la oralidad. Lo más complicado que puede hacer un escritor es escuchar una voz y plasmarla», arranca el compañero de charla del autor.
Guti habla de una referencia que aparece a la primera cuando uno lee la primera novela de Jonathan Arribas. Y casi da vértigo citarla. Se trata de El Camino, de Miguel Delibes. «Me acordé de sus personajes», señala el narrador, que admite que el libro le condujo a una patria de la infancia que, si bien no era la suya, sí se antojaba muy cercana. De la empatía con Daniel el Mochuelo, el protagonista de la obra del vallisoletano, al apego hacia Nico, el muchacho zamorano de Vallesordo.
Pero la primera parte de la conversación no va de comparaciones, sino de palabras. «El corrector del texto se habrá puesto endemoniao», advierte Guti, tras constatar la abundancia de localismos y de palabras escritas como suenan. En inglés o en castellano. «Escribir Vallesordo ha sido aprender a contar una historia en la lengua en la que a mí me contaron las historias», explica Jonathan, que cree que ese estilo irá más allá de una obra aislada.
«La oralidad hace que la lengua se vuelva menos ortopédica y que las palabras estén vivas», insiste el escritor, que considera que cuenta con «influencias más conscientes y más inconscientes». A su lado, Guti añade que «hay una postura política en la utilización del lenguaje, quizá también muy arropada por el resurgir de esa reivindicación de los valores culturales propios». Ahí está Rosalía. Por el mismo camino siguió Rodrigo Cuevas.

Por eso, ahora, no parece tan mal utilizar las palabras que a algunos les sacaron «a coscorrones en la escuela», como comenta Guti, que recuerda que, antaño, en las aulas, «aprendías que tu abuela hablaba mal». Ahora, en una novela escrita por un hombre nacido en los 90 en un pueblo de Zamora se leen términos como pamplinero, sacaperras, trapacerón y empuntiada. O construcciones como «a la brigada» o «trocico de bollo maimón».
Guti reivindica todo eso, habla de una tierra de la que mucha gente aprendió a renegar y defiende el amor a las palabras: «A lo mejor, cierta forma de escribir le corresponde a alguien que haya crecido en una casa donde a la hora de comer se hablaba de Tolstoi. A lo mejor, Javier Marías mamó eso. Pero otros hemos crecido con una riqueza lingüística distinta, no inferior», advierte el autor, que cita los referentes cercanos de novelas que fueron en la misma línea: Leche condensada o Panza de Burro.
Desde ahí, la conversación gira del lenguaje al marco, al contexto, al entorno donde se desarrolla la obra. Vallesordo existe como paraje, pero no como pueblo. En realidad, podría ser cualquier localidad pequeña de Zamora; alguna de las calles que recorrió el escritor en su infancia entre Montamarta y Palacios del Pan: «Me interesan las historias rurales de gente que está feliz y no renegada», admite Guti, que vuelve atrás para apuntar que eso de «rural» no se dice mucho en las comarcas.
Jonathan lo confirma. En su pueblo, rural era la Caja. O las casas que empezaban a proliferar. Lo que también abunda en el libro es la cultura popular, el folclore. En cierto pasaje, la abuela despierta a Nico, el niño que protagoniza el libro, con un trabalenguas. Páginas después, aparece un conjuro para curar el culebrón. «El libro está trufado de estas perlitas», asevera Guti, mientras el escritor matiza que hay una gran parte de inventiva. Con un cierto rigor, en busca de la verosimilitud, pero sin polígrafo.
«La labor del narrador es esa. Conseguir contar mentiras de tal modo que, habiendo un pacto con los que escuchan, estos no se sientan engañados», afirma Guti. «Las emociones sí son verdad», replica Jonathan, que mira a sus padres, presentes en Semuret, para darle valor al chisme como germen de algunas historias. O como mínimo de ciertos detalles. Luego, como sostiene su acompañante en la mesa, para darle vuelo a las narraciones hace falta tener «la gracia de los cuentos».
La parte identitaria de un niño queer
La voz de Nico en Vallesordo tiene ese don, y también el fondo del desarrollo identitario de un niño que empieza a descubrir que le gusta más Izan que Telma. Que percibe que algo sucede, pero que no termina de verbalizarlo: «Para muchos niños o adolescentes, esto es un drama, un problema, un conflicto. No eres lo que esperan. No te gusta lo que debe gustarte», apunta Guti.
El autor del libro argumenta que la historia «tenía que pasar por ahí», por determinadas situaciones que afronta un niño queer. «Yo tenía claro que quería un libro luminoso, pero el dolor también está ahí», confirma Jonathan, que aboga por seguir contando estas historias con personajes como Nico, y que abraza la forma de vida de los pueblos por «la forma de salir a tomar el fresco o por la manera de hacerse favores», pero que deja patente que «la homofobia tiene que desaparecer, porque si no no merece la pena».
El escritor menciona el concepto «sexilio, la renuncia de la gente queer a unos orígenes con los que no se reconcilia, y mira nuevamente al folclore, o al folclorismo, como refugio para muchos durante años: «Aquí, desde el nacimiento de la sección femenina hasta los años 80, la gente gay iba a coros y danzas. No había más opción. Y eso ha sido un reducto», asegura Guti, que cita una pintada que vio en la localidad castellano-manchega de Motilleja: «Sin maricas no hay folclore». «He pensado en hacerme una camiseta», desliza.
Con todo, el amor en la obra va más allá. «De hecho, el peso va más hacia la perra y hacia la abuela, con quienes Nico tiene una relación bellísima de confianza y de ternura», reconoce Guti. El autor apostilla que la relación con su abuela real es la que alguien tiene con «una segunda madre». De la cercanía con esa mujer nacen expresiones, ideas, pasajes enteros de Vallesordo.
La charla acaba y llega la tertulia. Se citan algunos fragmentos con spoilers y se regresa al principio: al lenguaje. Jonathan recalca que forzar determinadas formas de hablar o de contar las historias es como caminar con un zapato que le hace rozadura. Hace tiempo que él decidió andar, correr y brincar con un calzado que le encaja a la perfección. Y, si a alguien no le gusta, a amolarse.