Un día, hace ya más de cuarenta años, José Antonio Villarino, entró en la paradoja de empezar a pensar cómo no pensar. El hombre, por entonces de mediana edad, tuvo un problema familiar «grave» y buceó en su realidad, en su entorno y en cualquier esquina para encontrar una manera de evadirse. En esas estaba cuando, en cierto momento, pasó por el escaparate de un comercio de Zamora y vio una exposición que le atrajo. Eran apenas cuatro o cinco láminas con dibujos de estilo puntillista, pero ahí comenzó todo.
«Yo dije: bueno, pues me gusta a mí esa cosa, así que pregunté, me enseñaron los dibujos y empecé a coger la técnica», recuerda ahora, ya con 87 cumplidos, un hombre al que la gente llama por el apellido: Villarino. Nadie le dio clase, todo fue autodidacta y, sobre todo, el puntillismo cumplió el objetivo que este zamorano tenía cuando aprendió: centrarse en algo que le permitiera salir por unas horas del túnel emocional en el que estaba metido.
De esta historia antigua surge una escena moderna. La nueva estampa se puede ver cualquier martes o jueves, de diez a doce de la mañana, en la biblioteca del Museo Etnográfico. Ahí aparecen entre quince y veinte personas que pueden mostrarse en diferentes actitudes: desde la concentración absoluta a la cháchara animada, pasando por las carcajadas, las confidencias, los consuelos o los viajes a un pasado más o menos reciente. Todo cabe en este taller. La gente, como diría la chavalada, fluye.

Los hombres y mujeres que acuden a la actividad, jubilados, se colocan en mesas de cuatro y se dedican a dibujar. Con la técnica del puntillismo, claro. Villarino es el impulsor, el organizador, el que ha liado todo esto, pero ni manda ni impone. Los asistentes se apuntan, pero luego son «autosuficientes» durante la acción. Los más veteranos enseñan, claro. Y aconsejan. Pero esto es de todos, por todos y para todos. Si el jefe falta por cualquier motivo, la sesión no se suspende.
En realidad, el del Etnográfico es uno más de los talleres que Villarino ha ido poniendo en marcha por la ciudad desde que se jubiló hace ya casi 25 años. El hombre decidió, a cierta altura de su vida, que convenía trasladar de alguna manera lo aprendido. Y lo hizo. Primero, en Los Tres Árboles, con una actividad comunitaria que se dejó de hacer. Después, en San Lázaro o en Los Bloques, donde la faena continúa. Y, ya desde 2019, en el museo.
Villarino para de dibujar y lo cuenta todo. Antes, llama a Ángel Miranda, el hombre que le suple en las funciones de coordinador del taller cuando él no puede acudir: «Empezamos en plan de amiguetes», subraya el impulsor de todo, que recuerda que la cosa arrancó con tres o cuatro personas y que constata que ahora son más de quince. En realidad, si uno mira alrededor en la estancia, ve que apenas queda hueco para una mesa al fondo. Este jueves, un par de chicas jóvenes son las únicas ajenas al taller que ocupan la zona.

El dibujante autodidacta añade que, entre todos los talleres que «hay por ahí regados» en la ciudad, son más de cuarenta las personas que entrenan la paciencia y socializan a través de la plumilla y el puntillismo. Lo que hace Villarino es que, cuando tiene un alumno «aventajado» en uno de esos lugares, lo deja un poco al frente y se desentiende de la organización. Ángel es esa figura en la actividad del museo: «Pero, si no venimos, la gente se arregla», insiste el protagonista de esta historia.
A partir de ahí, cabe preguntarse por qué la gente se implica tanto; por qué se llena el taller del Etnográfico; por qué en los barrios también pega fuerte el puntillismo: «Es una técnica muy bonita. No es lo mismo que coger un dibujo y hacer rayas: pim, pam, pim, pam. Esto va de otra cosa», aclara Villarino, que pide papel y plumilla y va mostrando en directo la técnica. «Es un trabajo de mucha paciencia, te obliga a estar centrado», resalta.
Para Villarino, la clave es la misma que cuando él comenzó: «Te quita todas las preocupaciones que puedas tener y se te pasa el tiempo volando», advierte el responsable del taller, que entiende que, además, esta técnica permite reproducir «a la perfección» la imagen de una fotografía. Claro, después de unas cuantas semanas o incluso meses, en función del modelo que uno escoja. Si se trata del Coliseo, como se ve en una de las mesas, hay una buena jera por delante.

Un trabajo comunitario
Lo bueno es que tampoco hay prisa. Ni exigencias: «En los cursos, normalmente una persona enseña y el resto del salón escucha, pero aquí no es así. Este hombre aprende de mí, yo aprendo del otro y, de repente, uno viene y te dice: ¿por qué no haces esto?», indica Ángel Miranda, que defiende el estilo «comunitario» de la actividad.
Mientras, Villarino insiste en la técnica: «Si te equivocas, no se puede borrar, toca volver a empezar. Yo he destrozado muchos dibujos casi terminados», advierte el dibujante aficionado, que mira alrededor y constata que costará admitir más gente en los próximos meses. El taller está completo. En ese instante, dan las doce y los compañeros recogen. Toca volver a la realidad, tras la última de las cuatro horas semanales de paciencia, precisión y compañía en el Etnográfico.