Los últimos grupos disfrazados van apareciendo y la música de la charanga cada vez se oye más lejos. El desfile de Carnaval ha terminado y muchos toresanos acuden a una segunda cita casi «obligatoria»: la ración de churros. Tras el mostrador, Carlos desarrolla el siguiente proceso que ya tiene más que mecanizado: gira máquina, corta churo, gira máquina, corta churro… así hasta que la masa es suficiente como para voltearla y convertirse en este «manjar español». Esta técnica se la enseñó Ildefonso Vergel, cuarto en esta generación de feriantes pero, que al igual que Carlos, llegó a la churrería Toresana de la mano de su mujer y como eslabón de una larga estirpe.
La encargada ahora del local se llama Alejandra Vergel, y cinco generaciones la separan de su tatarabuela, la que se casó con un feriante y fundó, allá por finales del siglo XIX, el negocio ambulante que se ha ido trasladando de descendiente a descendiente hasta hoy. Durante todos esos años, las labores fueron cambiando. Sin embargo, la churrería acabó volviendo a este árbol genealógico. Aunque no siempre de la misma forma.

La trayectoria de la churrería se paralizó durante un par de generaciones en las que los miembros de la familia se dedicaron más al sector feriante. «Mi suegra y mi suegro tuvieron casetas de tiro y caballitos», comenta Ildefonso, el padre de Alejandra, que se metió en el negocio porque conoció a su mujer, Pilar. Para entonces, la Toresana ya había vuelto al centro del trabajo familiar. Fue al nacer la hermana de Alejandra cuando la churrería actual regresó. Hace ya más de 40 años.
Lo que está claro es que, tras esta caseta ambulante, se esconde un negocio sustentado por la rama femenina de la familia. No en vano, ha sido a raíz de sus decisiones laborales y sus relaciones sentimentales como la tradición feriante ha ido pasando de generación en generación. «Esto es un matriarcado. Mi abuelo, mi padre y, ahora, mi marido Carlos han trabajado aquí porque sus mujeres estábamos dentro», comenta Alejandra, la dueña actual.
Pilar, su hermana, acude a echarle una mano cuando lo necesita. Sin embargo, ella decidió ir por otros derroteros y dedicarse a la enseñanza musical. En parte, apunta Ildefonso, porque «es un trabajo muy esclavo», donde la vida acabas viéndola siempre tras el mostrador: «Yo, a excepción de estos últimos años, nunca he disfrutado del Carnaval porque siempre estaba de servicio», lamenta. El padre se jubiló hace tres años y su mujer, hace uno. Sin embargo, él aún acude a la caseta para cerciorarse de que todo le va saliendo bien a su hija.

Aparte de Toro, de donde procede esta familia, Alejandra viaja durante el año por la ruta que ya marcó su abuela feriante y por la que visita pueblos como Medina de Rioseco, La Bañeza, Ponferrada, O Barco de Valdeorras o La Bóveda de Toro. La familia acumula muchos años a sus espaldas como una pieza clave de las festividades. Porque sí, una fiesta no se entiende sin la charanga, pero tampoco sin una buena palmera o sin una docena de churros.
La familia
Padre e hija se miran y se apoyan en el relato de contar la historia de sus antepasados. Si algo tienen claro es que la sangre es la que les ha conducido a estar, un Lunes de Carnaval como este en el que narran su vida, en la Plaza Mayor de Toro. «Si puede seguir la familia que siga la familia», sostiene Ildefonso, que no tiene en mente que, en un futuro, el local se traspasase a otras manos.
La vida da muchas vueltas, y eso bien lo sabe Alejandra, que no pensó en trabajar en el establecimiento de sus padres y, tiempo al tiempo, ha acabado dirigiéndolo. Por ahora, queda una larga temporada para la churrería Toresana y quien sabe, «puede que el matriarcado continúe», concluye la dueña entre risas . El futuro podría quedar en manos de sus hijas Andrea y Sofía. Sería cosa de tradición.