En el salón del hogar de los Mazur, una niña llamada Uliana le hace muecas al fotógrafo para escapar del tedio que le provoca oír hablar a los mayores. La niña sonríe, se mueve y agita divertida sus dos coletas mientras la madre la sujeta en brazos. En octubre, cumplió tres años. La pequeña de la familia no recuerda nada de Zabuyannya, el pueblo de Ucrania del que la sacaron con lo puesto cuanto tenía cinco meses. Tampoco están en su memoria la parada en Kalush, el paso a Polonia o el viaje a España. Sus recuerdos empiezan ya en Tardobispo, el lugar al que la trajeron la vida y la guerra.
Uliana es la única de los seis miembros de la familia Mazur que carece de memoria sobre la vida que se detuvo a finales de febrero de 2022, hace ahora tres años. Sus dos hermanos varones, Kiril y Alexander, eran niños pequeños entonces, pero contaban con la edad suficiente como para conservar en su interior un hecho tan traumático. Más aún Valeria, que hizo el viaje con catorce años de la mano de sus padres, Evgeny y Aliona. Los adultos aguantaron hasta el 7 de marzo de aquel fatídico 2022 antes de decidir que la tierra ajena en paz era mejor que la propia en guerra para encarar el futuro.

A través de un contacto, la familia encontró la mano amiga de un hombre llamado Miguel y un hogar en Tardobispo. Allí se asentó. Ninguno de los seis sabía el idioma, tampoco conocía demasiado acerca de las costumbres de la zona. Pero las alternativas eran el abismo de la incertidumbre o las bombas. Y los Mazur se quedaron en Zamora. Allí, en el salón de una vieja casa de un pequeño pueblo, estos ucranianos plantaron una bandera de su país que, más de mil días después, comparte espacio con otra de España. El conflicto continúa en el este, ellos resisten en su refugio.
La charla se desarrolla en ese mismo hogar de Tardobispo el lunes 24 de febrero, horas antes de que las noticias hablen de movimientos de Estados Unidos en busca de una salida rápida para el conflicto. Los Mazur lo escuchan todo, pero han aprendido a tomarse cada declaración ajena con una cierta filosofía. Esto ya dura demasiado tiempo, y hay circunstancias que son irreparables: «Mi tío abuelo se ha muerto en la guerra. Lo hemos pasado fatal», explica Valeria, convertida en una muchacha de 17 años capaz de defenderse con soltura en castellano y erigida en la portavoz de los suyos durante la conversación. Su padre está trabajando y su madre sufre más con el idioma.
Aún así, Aliona entiende y asiente cuando su hija trata de expresar los sentimientos del exilio y el padecimiento que les provoca ver sufrir a la familia a 3.600 kilómetros de casa: «Hace unos días, a mi tío, el hermano de mi madre, lo llevaron a la mili y no sabemos nada. Tenemos mucha presión psicológica», resalta Valeria, que aclara que su familiar ya estuvo en el frente en 2014 y salió tocado de aquella experiencia. Ahora, la posibilidad de verle de nuevo ante una tesitura similar atemoriza a quienes le quieren y desespera a los que sienten los afectos desde otro lugar del planeta.
Con eso tienen que convivir los Mazur. Ese es permanentemente el telón de fondo de su existencia. La rutina guía el día a día, con Aliona atendiendo a una mujer mayor en Tardobispo, Evgeny trabajando en una empresa del Polígono de La Hiniesta, Valeria y Kiril estudiando en el instituto Poeta Claudio Rodríguez, Alexander en el colegio y Uliana, la más pequeña, todavía de la mano de su madre. Pero la guerra nunca se va de la cabeza.

Con todo, Valeria afirma que «la vida ha dado un giro alucinante» en estos años en España. La familia se siente integrada, todos han avanzado desde el punto de vista social y ella misma se defiende, aunque sufra, como estudiante de Bachillerato: «De momento, vamos renovando papeles constantemente», apunta la hija mayor de los Mazur, que advierte que la gente en Tardobispo «sigue siendo igual de maja» que al principio. Con eso, todo controlado. El problema llega no solo al girar la vista hacia Ucrania; también, al pensar en el futuro.
«No vemos cerca el final, porque nuestro país es muy terco», señala Valeria, que remarca que todo el mundo recibe una llamada para ir al frente: «Da igual si eres válido o no, importa muy poco», destaca la portavoz de la familia, que de vez en cuando le pregunta a su madre y traduce. También cuando toca responder a la pregunta sobre qué harán cuando la pesadilla bélica empiece a quedar atrás: «No planeamos nada. Solo que viviremos aquí mientras tanto porque es mejor para la salud mental de los niños. Además, tenemos la casa de allí alquilada, no tenemos dónde volver», indica la adolescente.
En realidad, alquilada por decir algo. En el hogar de los Mazur en Ucrania, reside ahora una mujer del Donbás que se mudó con su hijo pequeño cuando el marido se marchó al frente. Solo paga los gastos de luz y de gas, y la familia que ahora reside en Tardobispo no tiene ninguna intención de inquietar a la inquilina. «Si quiere reformar la casa de alguna manera para su comodidad, puede», asevera Valeria. Ahora, lo de menos son las propiedades. La seguridad personal se ha impuesto como la única prioridad.

También es así para las familias ucranianas con las que los Mazur mantienen el contacto. Valeria ha conocido gente de su país en la Escuela de Idiomas y ha ido generando un cierto trato basado en la complicidad del sufrimiento común. Mientras, la adolescente también trata de conservar la relación con una prima y una amiga que se quedaron en Ucrania, pero a las que no ve desde hace tres años, claro. Ahí se ha abierto una brecha.
Las noticias y los dibujos
Aunque la preocupación principal de los Mazur y de sus seres queridos que siguen en el país sea básicamente la misma, las realidades del día a día son distintas. Aquí, en Tardobispo, las noticias sobre la guerra aparecen casi de forma constante en la radio o en la tele, aunque también hay que hacer hueco para que Uliana vea los dibujos y se entretenga al tiempo que se familiariza con el idioma del lugar en el que ha vivido el 90% de su vida.
Mientras tanto, Kiril y Alexander salen con la bici y juegan al fútbol, y Valeria aprovecha los ratos libres de estudio para salir con los amigos. Este año, en verano, la joven ucraniana será una de las cuatro quintas de Tardobispo. Ella es la única que vive todo el año en el pueblo. Ahí la guiaron sus pasos y los de una familia cada vez más integrada, pero que nunca retira la mirada de la realidad de la que se puso a salvo.