
Puede que lo más sorprendente sea la perfecta simetría del cuadrilátero, cierta armonía claustral: una pequeña rotonda en el centro, amplios parterres de césped flanqueados por senderos de tierra centrífugos, árboles centenarios en cada esquina, los gruesos muros de piedra del hospital del siglo XVII cercando el recinto por el que pasean familias, ancianos, parejas bajo el piar de los pájaros que vuelan de una rama desnuda a otra. Un hombre lee sentado en un banco y una mujer camina a su lado apoyada en el palo del gotero, vigilando regularmente el contador electrónico. Cabe la posibilidad de que se conozcan, me digo, de que este sea el encuentro diario de una pareja que ha convivido muchos años: la manera de recuperar un simulacro de la cotidianeidad que se están perdiendo. O quizá son desconocidos y es el sosiego del patio lo que provoca esa insólita impresión de intimidad.
Ella tendrá que volver pronto a la habitación, pero, ¿y él? ¿Cuántos de los visitantes del jardín son pacientes del hospital y cuántos abandonan sus apartamentos diminutos y ruidosos para relajarse aquí, en el jardín central, entre ellos? Es difícil distinguir a unos de otros y es sospechosa esa inclinación a desvincularse momentáneamente del mundo de los sanos bajo la luz que brilla entre los enfermos, una inclinación que solo parece propia de temperamentos huidizos, dubitativos. Hay quien dirá que se esconden así de la vida que ruge y percute con arrogancia al otro lado del edificio, que acuden al único lugar donde creen, erróneamente, estar a salvo. Yo pienso que no vienen a alejarse de la vida, sino a tomarla por lo que es, un momento al borde del alambre. Tras las ventanas oscuras se adivinan miradas de envidia, de desazón o de esperanza. Hay quien levanta la cabeza con un gesto de traición, sintiéndose observado.
El 20 de agosto de 1992, Rafael Chirbes escribió en su diario: «Ha muerto François. […] La última vez que lo visité en el Hospital de Saint Louis, intenté convencerlo para que viniera a pasar una larga temporada en Extremadura. Le conté cómo era el campo aquí, la dehesa, te gustará, las encinas se pierden de vista, las extensiones solitarias, podrás sentarte al sol, que tanto echas de menos. […] Él asentía, pero luego se echó a llorar desconsolado».
Es él y la evocación de los últimos días de su amante, enfermo de sida, quien me ha traído hasta aquí. Chirbes es un guía magnífico, uno cuyas observaciones sobre la ciudad acogen, en la misma mirada, a cuanto en ella hay de fúnebre y glorioso, de mísero y resplandeciente, para asumirla entera. A él, que detestaba los hospitales, también le habría gustado este lugar intermedio donde brilla el sol y la salud parece tan tenue, tan poca cosa, que pasa desapercibida entre la enfermedad. Como si la frontera entre una y otra no fuera, a fin de cuentas, tan radical. Como si se tratara de un mero tecnicismo.