Es un miércoles cualquiera de febrero, temporada baja en Zamora. En el reloj, las diez y cuarto de la mañana y, fuera, la rutina de las obras del Mercado de Abastos. Es decir, poco movimiento comercial. No pasa nada. Dentro, el local de la Churrería Lorenzo tiene todas las mesas ocupadas y apenas queda algún sitio en la barra. Los churros y las porras vuelan, los cafés y los chocolates se sirven a toda velocidad. Hay trabajo por aquí.
La siguiente escena tiene lugar tres horas largas más tarde. El local está cerrado para los clientes, los trabajadores terminan de recoger y el establecimiento se va quedando en silencio. Entonces sí, Lorenzo García Lorenzo, el responsable actual del negocio, se sienta en una de las mesas y habla. Sobre su ropa corporativa aparece el detalle que justifica la charla: «Desde 1925». La churrería cumple cien años, así que toca echar la vista atrás.

En realidad, si uno se fija en las paredes de este local, estrenado en los años 10 del siglo XXI, ya puede observar algunos detalles que revelan la antigüedad del negocio. Lo primero, las fotos que decoran la estancia, todas ellas tomadas en el establecimiento anterior, situado a unos pasos del actual. Lo segundo se vislumbra al fondo, aunque hay que acercar la vista para leerlo. Se trata de la solicitud de apertura a la comisión municipal responsable.
En esa fotocopia que Lorenzo García mira con orgullo se puede comprobar que, el día 10 de febrero de 1925, un hombre llamado Manuel González Ramos recibió la aprobación oficial para poner en marcha una churrería en lo que entonces se conocía como calle de Fray Diego de Deza, ahora Plaza del Mercado. Luego, vendría la familia que actualmente regenta el negocio, pero esa parte de la historia la va cocinando poco a poco el dueño de la churrería, que vence al sueño y al cansancio para explicarse. Este miércoles cualquiera de febrero, Lorenzo se ha levantado a las tres de la mañana.
El protagonista de la historia explica que él es el último de una saga que arrancó incluso antes de la apertura de aquel primer establecimiento en 1925. «Ya había una churrería pequeña donde está el Palacio de los Momos, en el corralón, y se llamaba La Bilbaína. Iba la gente con los carros, desde los pueblos, y ya desde ahí se mudaron a lo que entonces era la plaza Fray Diego de Deza», aclara Lorenzo, que todavía pasó muchas horas en aquel «cuchitril» de veinte metros cuadrados que, «gracias a Dios, hizo vivir a toda la familia».

Pero, en aquellos primeros compases, ni su padre había nacido ni él era siquiera un pensamiento. La churrería se conocía por el nombre de «La Moderna», y así funcionó durante años, sobre todo de la mano de un hombre llamado Atilano. Fue ya en los años 60 cuando la familia actual se hizo con las riendas del negocio. «Mi tío Segis y mi padre vinieron de Montamarta a trabajar con una gente que hacía las máquinas de los churros y todo. Todavía las tengo arriba», subraya el hostelero.
El padre de Lorenzo, el Lorenzo de toda la vida, aún danza por el local mientras escucha cómo su hijo narra su historia, la de un hombre que, en aquellos tiempos, llegó con su hermano para empezar a trabajar a los doce años en un oficio que nunca abandonaría. De hecho, pronto asumiría unas responsabilidades impropias para su edad: «Al poco tiempo, traspasaron la churrería y, como ellos eran menores, tuvo que cogerla mi abuelo», aclara el responsable actual.
Así que el abuelo Saturnino pagó el millón de pesetas correspondiente, «un dineral para la época», y todo echó a andar. Tiempo después, Segis se marchó a otro proyecto y la cosa quedó en manos de la parte de la familia que ahora regenta el establecimiento. En ese momento de la conversación, Lorenzo padre asoma por la mesa y el hijo le pregunta por las máquinas de antaño: «Está todo inventado ya. Esto es como un tren: el de ahora pasa más rápido, pero el sistema ya existía desde hace muchos años», desliza el veterano de la churrería.

A continuación, el propio Lorenzo García Prieto se señala en alguna de las fotos antiguas. Hace 64 años que llegó al negocio. Es decir, casi dos tercios de la vida de un proyecto centenario. Durante este tiempo, tanto él como su familia se han enfrentado a momentos de toda índole dentro del negocio: desde los tiempos de bonanza en los que había una churrería en cada esquina hasta las grandes crisis o los cierres por el COVID. Todo lo aguantó.
«La clave es que mi padre fue siempre una persona constante», explica Lorenzo hijo, ya con el mayor fuera de la conversación. «Siempre ha estado ahí, ahí, ahí», repite el dueño presente: «En los veinte metros que tenía el local anterior, había un rollo que era muy difícil y que aquí ya no se mantiene», añade el churrero, que recuerda «aquel cachondeo que traía» su antecesor:
– ¿Qué ponemos: café o vermú?
– ¿En qué mesa se sienta: en la 14 o en la 22?
Aquellas frases en un local que apenas despachaba chocolate, churros y café, y que tenía solo dos mesas, fueron generando un ambiente de «vacileo» que ha cambiado con la nueva forma de funcionar en el establecimiento grande. Lo que pervive, y otra de las patas en las que se asienta el éxito del proyecto, es el amor por lo que se hace: «La masa y todo lo demás no es tan fácil. Ahora resulta diferente, porque no es una paliza a mano y se hace con la máquina, pero aún así», desliza Lorenzo.
El churrero habla de las diferencias que hay con la masa en función de si sube o baja la temperatura, o de la presencia de la niebla. Todo tiene su ciencia, tanto para los churros como para las porras. Y el cliente no perdona. A las seis de la mañana, las siete personas que trabajan en el establecimiento ya están listas: unos para atender, otros para seguir sacando producto reciente y algunos más para repartir.
«Desde la pandemia ha cambiado todo. Antes, a lo mejor, había 80 bares de reparto y el clínico gastaba una burrada de churros. Ahora serán unos 40 o 50 más los que vienen a buscarlos, pero no es la misma cantidad», comenta Lorenzo, que enseguida echa la vista al pasado para preguntarse cómo sacarían adelante la jera en el local anterior solo con una cocina. «Imagínate en Semana Santa. Solo el Sándalo te gastaba 10.000 churros. Y el San Remo igual», rememora el heredero de la saga familiar.

La producción actual
Ahora, tampoco es que Lorenzo se quede corto. «A primera hora ya tienes 1.300 o 1.500 churros nada más que abres», asevera el dueño, que calcula que un buen día pueden llegar a despachar 4.000. Eso, y unas mil porras. No es poco. «Y la cosa está algo más floja ahora, pero en los días buenos no nos da tiempo ni a lavar la vajilla», destaca el churrero, que matiza que esto «no son los 80, cuando el que aprovechó hizo un duro». Ahora, «mientras dé para pagar la hipoteca y a los empleados, hay que darse con un canto en los dientes».
Antes de despedirse, Lorenzo García Lorenzo mira al futuro, aunque su presente todavía estará vigente unos cuantos años más: «El muchacho mío espero que estudie, porque esto hay que mamarlo. Yo ya de pequeño iba todas las tardes con mi padre», advierte el churrero, que sí admite que le gustaría que alguien siguiera llegado el momento. Tras esa reflexión, se levanta, habla de la concentración de coches antiguos del sábado en la que repartirá su chocolate «de buena calidad y con leche, como tiene que ser», y deja claro cómo celebrará el centenario estos días: «Trabajando».