En el interior del templo de San Frontis, solo están el cura, las águedas y tres o cuatro vecinos que acompañan. Pasan unos minutos de las cinco de la tarde y las mujeres rezan agrupadas en el centro. Serias. Es el momento solemne, religioso, y todavía no suena la música. Pero fuera las gentes ya se asoman: al sol, a la puerta de casa, por la ventana. No hace falta anunciarlo mucho por aquí. Todo el mundo sabe lo que viene ahora, en las horas previas a la anochecida del 5 de febrero.
Cuando el párroco da la bendición, las puertas se abren para que las treinta mujeres salgan con sus trajes tradicionales. También se empiezan a escuchar el sonido del tamboril y los ritmos de la música tradicional. Las águedas agarran a la santa, cogen sus cintas, avanzan con el estandarte y desfilan: «¡Manolo, no corras!», le pide una al hombre que lleva delante en la cabecera de la procesión, calle Fermoselle arriba.
La cofradía, que hunde sus raíces en el siglo XVII, no necesita GPS para moverse por el barrio. Tiene a Nuria, de apellido Roncero, que lo maneja todo y sabe cuándo toca girar hacia la calle Fray Antón Martín. Primero, por la parte estrecha, luego rumbo a la cuesta. Algún niño se asoma en plena rampa para comprobar cómo las águedas se afanan para subir a la santa por la zona empinada. Falta el resuello, pero sobran las ganas.
Las mujeres van cambiando, se turnan, se ajustan la ropa. Pese a la lluvia de la semana pasada y a las nieblas de estas mañanas, a las águedas de San Frontis les ha tocado sol. Ha habido suerte. La Catedral luce iluminada por los rayos al fondo mientras la procesión avanza por el corazón del barrio, atravesada de nuevo la calle principal por la rotonda superior: atrás queda San Roque, la plaza de Bermillo de Sayago y el autobús que tiene que esperar. Por delante, la bajada de Barromojado.
Las que tienen el turno de carga van manejando el ritmo en la cuesta: «Ahora, ahora, ahora». También piden calma a las que portan las cintas que simbolizan años y años de mayordomía. Las compañeras acatan sin perder el humor: «A obedecer, que para eso nos pagan». Y así acaba el recorrido circular, a la puerta de la iglesia otra vez. Allí, Inés y Araceli, las que ostentan este año el mando, se colocan en las posiciones delanteras con la santa a hombros y empiezan a descender con el baile protocolario.
Pasito a pasito, contoneo a contoneo, las águedas y la talla se plantan a las puertas del templo de San Frontis. La música para, pero el cura pide un bis. El público que ha acompañado a las mujeres se queda, observa. Entre ellos, un niño que no hace mucho que aprendió a caminar y un anciano que ya necesita andador. De la generación que lo ha visto todo a la que lo tiene todo por ver.
En los últimos pasos del baile, algunas águedas sacan los móviles para grabar a sus compañeras y otras se abrigan para evitar problemas: «Mamá, ¿te vas a poner la toquilla? Deberías», recomienda la hija de una de las que observa. Pero ya toca entrar a la iglesia y luego bailar agarradas. No hay tiempo ni de resfriarse. Y todavía queda pedir la miaja, ir el jueves al centro y seguir protegiendo una tradición muy del barrio, muy de Zamora, que dura por algo, que no se pierde. Y ya es demasiado tiempo para que sea casualidad.