En la última edición de la revista de Los Carochos de Riofrío de Aliste, el fotógrafo e investigador Víctor Manuel Pizarro publica un artículo titulado «¿Quién es el protagonista?». En el texto, el experto analiza la presencia creciente de cámaras en el desarrollo de los rituales ancestrales, y también el equilibrio entre el «interés» de los trabajos realizados sobre el terreno para documentar las tradiciones y el perjuicio que supone la multiplicación de las personas que viajan ahora hasta las localidades para retratar las escenas que tienen lugar en los doce días mágicos de las mascaradas: del 26 de diciembre al 6 de enero.
En su artículo, Pizarro deja clara esa función clave de la fotografía en la tarea de divulgación, pero también asume que la presencia de las cámaras en el desarrollo de las mascaradas «se ha convertido en uno de los principales factores de perturbación e interferencia, debido a la masificación y al interés creciente de profesionales y aficionados». Tal apunte resulta evidente para casi cualquiera que se haya pasado estos días por alguno de los pueblos de Zamora que cuenta con una celebración de esta índole, y el zangarrón de Montamarta del 6 de enero fue un ejemplo más.
Así lo constató, en la propia localidad de la Tierra del Pan, el vicepresidente de Mascaraza, Javier Silva: «La gente lo ha dicho aquí mismo esta mañana. El zangarrón ha llegado tarde a todos los sitios porque le estaban frenando todo el rato los fotógrafos. Ahí ya estás interviniendo en lo que hace la gente del pueblo y no es justo; genera descontento porque ellos tienen su tradición y hay que respetarla desde la distancia», analizó el representante del colectivo que aglutina al grueso de las asociaciones de mascaradas de la provincia.
Silva explicó que, en algunos casos, se llega a reclamar que los personajes posen en mitad del desarrollo de la mascarada, una circunstancia que cree que se debería evitar: «Para nosotros es importante la difusión que se haga y, por una parte, siempre ha estado bien la asistencia de los fotógrafos para el mantenimiento de la tradición, pero hay localidades donde la propia gente del pueblo se queda alrededor para no intervenir en los ritos, y los fotógrafos se meten delante hasta el punto de detener o ralentizarlo todo», lamentó el vicepresidente de Mascaraza.
El responsable alistano concedió que se trata de un problema que aparece de manera recurrente en las reuniones que organiza el colectivo: «No hay que intervenir tanto en la mascarada para hacer determinadas cosas», insistió Silva, que subrayó que se trata de un asunto «muy difícil» de resolver y que reconoció que existe «un clima de descontento» en el seno de los propios pueblos: «En su momento hubo un decálogo de comportamiento que compartimos todos, pero seguramente tengamos que insistir más en que hace falta ese respeto», remachó Silva.
En el ya citado artículo de Pizarro, se menciona también el papel de una mujer cuyo trabajo fotográfico, llevado a cabo todavía en los 80, sirvió como ejemplo para todos los que vinieron detrás: Cristina García Rodero. Ella misma estuvo presente este lunes de Reyes en Montamarta para seguir documentando la evolución de una mascarada que conoce bien, pero ya no se encontró sola como hace 40 años. A su paso por una de las calles de la localidad junto al resto de profesionales y aficionados, un vecino expresó la sensación generalizada: «No viene gente ni nada».
Ya entre quienes acuden de forma recurrente en los últimos años a este tipo de rituales se encuentra el propio fotógrafo de Enfoque Diario de Zamora, Emilio Fraile, que considera que «está bien que la gente quiera tener fotos bonitas, pero siempre desde el respeto y sin intervenir en la acción». «Antes de meterse entre el público de los pueblos, hay que valorar si eso supone alterar la fiesta de algún modo», apunta el profesional, que estima que «el valor de la foto está en la espontaneidad del momento».
A por el fotógrafo, más adrede
En ocasiones, la idea de meterse de más en el desarrollo de los rituales conduce a que los personajes de las mascaradas se afanen por castigar de algún modo a quienes portan las cámaras. Este mismo año, en Villarino tras la Sierra, los caballicos tenían una consigna clara, expresada allí en voz alta, de atizar con la cola a los fotógrafos en particular. El equilibrio entre los verbos difundir y molestar empieza a vencerse hacia el segundo lado.
«Si existe una verdadera línea roja que no se debe rebasar es no interrumpir o interferir en el desarrollo de las fiestas. Muchas veces son verdaderos rituales sagrados, íntimos, que requieren el mayor de los respetos», zanja en su artículo Víctor Manuel Pizarro. Aquí cabría preguntarse qué esencia se pretende captar cuando los mismos que la buscan en sus cámaras la alteran con su presencia.