Unos minutos antes de la una de la tarde, cuando el frío y la niebla esperan fuera a los que dentro asisten a misa en Venialbo, el cura aprovecha para cobrarse alguna factura. Lo hace sin inquina, casi en tono de broma: «Algunos pierden la fe a partir de hoy», suspira. Claro, el templo está lleno el 27 de diciembre, pero no siempre es así. La fiesta empuja a los vecinos al cobijo del Señor y el tiempo ordinario los conduce a otros menesteres. Así son los tiempos que corren, cambiantes. Solo algunas cosas permanecen, y la tradición de San Juan Evangelista es una de ellas por estos lares.
Y es que lo que viene a continuación tiene que ver con la Iglesia, claro. El fervor religioso está en el origen y en la esencia del festejo, pero lo popular ha ido ganando terreno hasta convertir al Baile del Niño en una de esas celebraciones que hacen patria chica, que refuerzan a la comunidad. Venialbo se prepara, se viste, se junta y corta la carretera por la calle La Tajada para disfrutar de esta tradición que, según los papeles antiguos de los que dispone el Ayuntamiento, procede de las jotas que trajeron del norte de España los repobladores del siglo XV. Esa es la hipótesis más plausible.
Lo que se sabe seguro es que la fiesta se perdió en su tiempo y se recuperó en los 80, hace ya más de cuarenta años, así que las generaciones actuales ya lo tienen asumido como algo de toda la vida. El 27 de diciembre toca Baile del Niño, haga el tiempo que haga, y este día de San Juan Evangelista viene con frío y niebla. Aún así, la gente aguarda a la puerta de la iglesia a que aparezcan los danzantes. Ellas, vestidas con trajes regionales; ellos, con camisa blanca, chaleco y fajín.
Todos, los 17 que bailan, portan castañuelas, y las tocan durante todo el recorrido. Tras ellos, Alberto Jambrina marca el ritmo con la flauta y el tamboril, y más atrás aún aparece la pequeña figura del Niño, transportada por los muchachos del pueblo en unas particulares andas azules. La comitiva se dirige a la carretera, a la calle La Tajada, y ahí empieza todo. Los danzantes se colocan de espaldas al sentido de la marcha y frente a la figura. Nunca le dan la espalda. Quien lo hacía antaño recibía fuertes multas. Ahora no hay castigo, pero sí respeto.
A partir de ahí, suena la música y todo arranca. Siempre al mismo ritmo, siempre con los brazos de los bailarines arriba, con las castañuelas sonando. Abajo, un compás idéntico con los pies. El baile se vuelve hipnótico y el trecho es largo. Algunas de las que danzan son niñas pequeñas, que padecen el cansancio y el frío. Pero no se frenan. Solo cuando cesa la música, hacen la venia y pueden caminar.
El apoyo y el regreso
Cuando la procesión alcanza la ermita del Cristo de la Vera Cruz, todo se detiene unos instantes y las madres se acercan con el avituallamiento y con las mantas. Una niña rubia suspira, sonríe, bebe agua y mira hacia abajo. Quedan otros diez minutos de danza de espaldas. Esta vez, cuesta abajo. Cuando Jambrina arranca a tocar, regresa el compás. Al llegar abajo, muchos están exhaustos y han salido en cientos de planos de foto y de vídeo captados por profesionales y por aficionados. En la alegría, los danzantes han llevado también la penitencia.
En el templo de salida, los rezos ponen fin a la liturgia mientras el pueblo de Venialbo se junta en los hogares para festejar el día. En realidad, el Baile del Niño ha vuelto a cumplir con el papel de unir a sus gentes, que de eso se trata.