Este miércoles a media tarde, la segunda sala de la exposición que el Museo de Orsay dedica al artista Gustave Caillebotte, pintor de la ciudad contemporánea en época de revolución impresionista, está llena de visitantes. La mayoría de las miradas y los objetivos de los teléfonos móviles se dirigen hacia el cuadro más famoso de la exposición, Los acuchilladores de parqué: tres hombres con el torso desnudo, de rodillas, que cepillan el suelo de un apartamento parisino. No de cualquier apartamento, sino, según se lee en la cartela cuando uno consigue abrirse paso hasta ella, del nuevo estudio de Caillebotte en su casa familiar. Una imagen laboriosa y sencilla del proletariado masculino, semejante a la de los artesanos, los comerciantes y los obreros colgados en el resto de la sala; una imagen viril con la que el propio artista, burgués, pretende identificarse. La mirada de los espectadores, obligada por la perspectiva del cuadro, es la del propietario que vigila a sus empleados, quizá con indiscreción erótica, quizá con placer despótico, quizá con mera curiosidad laboral.
El mismo miércoles a media tarde, en el tiempo muerto y carente de iniciativa de la salida del museo, esas mismas miradas descansan sobre la amplitud invernal de la orilla del Sena. Sopla un viento helado y los visitantes, con abrigos de lana, guantes mullidos y una comprensión edificante de sí mismos como escudos contra el frío, no tardan en dispersarse por las calles del barrio latino, donde brillan las luces tempranas y pintorescas de las cafeterías, y por los jardines del Louvre, cruzando el río. De un lado, apenas reparan en los hombres que realizan trabajos de aislamiento en la fachada de un edificio y en un idioma extranjero, arrodillados en la acera para cortar planchas metálicas. Del otro, parecen ignorar a los que venden reproducciones en miniatura de la Torre Eiffel, sonriendo con un deje de picardía y otro de desamparo, ellos también de rodillas para sujetar los temblores de la sábana blanca que hace brincar la mercancía. No se detienen a contemplar a los que piden limosna en posición orante, con la cabeza apoyada en el suelo, cubiertos con mantas de las que solo asoma un vaso de cartón.
Ha de haber algún motivo para que los acuchilladores del parqué estén a resguardo en el museo mientras pasan frío los obreros, los mendigos y los vendedores ambulantes, aunque ahora no se me ocurre cuál. Ha de haber también algún motivo para que el visitante que observaba el cuadro con interés pase de largo ante las imágenes que podrían servirle de modelo siglo y medio después, y que se diga harto de las obras de la calle y de las súplicas mendicantes de la realidad. El miedo, el pudor, la estetización de los trabajadores o la estetización de uno mismo, tal vez; a nuestra visita cultural y a nuestros paseos de película les sobra mucha gente, ponte ahí, que así no salen en la foto. Como si fueran una farola en medio de la pantalla, la parte no fotografiable del mobiliario urbano. De todas las imágenes insólitas, antitéticas, que ofrece París; de todo aquello a lo que uno de Zamora no acaba de acostumbrarse nunca, ninguna es tan tiránica como la de la pobreza de este miércoles a media tarde y las miradas que se deslizan sobre ella para borrarla del jardín, del museo, de la calle en cuesta hacia el punto de fuga.