A las nueve y media tocaron las campanas de la iglesia y todo comenzó. Ya no hubo descanso. La Filandorra se echó a las calles de Ferreras de Arriba con los cuatro personajes de siempre y uno extra, el cedrón, encargado antaño de recoger los aguinaldos y ahora de almacenar los donativos en el zurrón. La historia renace cada año un poco más en este pueblo de gente joven que empuja y gente mayor que mostró el camino, y la liturgia se repite de la mano de personas como Marcos Canas.
Un año más, él fue el encargado de encarnar a la filandorra, uno de los feos. Junto a él en ese rol, Fernando Villar, como el diablo. Y siempre cerca, los guapos: Adrián Moldón en el papel de Madama y Rubén Villar en el de galán. Esta vez, Javier Aguilar fue el cerrón. Los cinco se encaminaron hacia las casas abiertas del pueblo en busca del donativo, como marca la tradición. Hay que ir a todas, así que la jera exige el día entero. Tanto para el mal que representan los feos como para el bien que viaja con los guapos.
Ya pasada la mañana, tras las sopas de rigor y con el pueblo volcado, resultaba raro ver a alguien por Ferreras con la cara sin tiznar por el corcho de las colmenas. La gente venía marcada desde temprano. A pesar de eso, por el entorno del bar de Transi, se oían los cintazos, se respiraba la acción y se contemplaban las carreras. Los muchachos y las muchachas citaban como los toreros para que los personajes se abalanzaran sobre ellos en busca del billete o de la venganza. Lo de siempre por aquí.
Entre la organización, la sensación era de alegría. Primero, por la acogida del nuevo personaje; y, después, por la participación: unas 200 casas abiertas, muchos niños y una estimación de entre 2.500 y 3.000 euros en donativos para costear la comida, la orquesta y toda la parafernalia que trae aparejada la mascarada de Ferreras de Arriba. «En las casas también felicitamos las fiestas y nos invitan a un chupito, a un café con leche o a comer algo», explica Marcos Canas. Es decir, la filandorra.
La persona y el personaje se van confundiendo poco a poco, pues este joven de Ferreras acumula ya cuatro años consecutivos encarnando a la figura ancestral del pueblo. Antes, también fue galán y diablo. E hijo de la mujer del bar, por cierto. Un tipo de Ferreras de Arriba por los cuatro costados, que a eso de las tres se metió a comer y que por la tarde siguió con sus compañeros puerta a puerta. Aquí, nadie se desviste al menos hasta la medianoche. Es lo que toca.
El homenaje a los de antaño
Ya con el sol escondido, en un día en el que el pueblo sorteó razonablemente bien la niebla, toda la comunidad de seres humanos que forma Ferreras de Arriba se reunió como siempre para compartir una merienda, que esta vez vino con sorpresa. La asociación que trata de impulsar la Filandorra hace tiempo que se percató de que su esfuerzo solo tiene validez porque otros conservaron los que ellos tratan de defender ahora. Y, este año, sus miembros decidieron reconocerlo.
En un breve discurso, los jóvenes del colectivo subrayaron el carácter mágico de la mascarada que distingue y une al pueblo y reivindicaron «el esfuerzo y dedicación» de sus abuelos y abuelas, los que «preservaron esta tradición a lo largo del tiempo»: «Gracias a ellos y al trabajo de muchas personas comprometidas con nuestra cultura, hoy podemos seguir disfrutando de esta fiesta única que nos llena el corazón. Las abuelas son valores, los abuelos son lucha y las abuelas y los abuelos son cultura. ¡Que suenen los cencerros, que se sienta la magia y que nunca olvidemos quiénes somos!», expresaron los representantes de la generación que ahora sostiene la fiesta.
Y como las palabras se las lleva el viento, el homenaje se plasmó en una placa que se quedará en el museo para que no sea patrimonio de nadie. O para que sea de todos. Como la mascarada que tanto llena a todas las generaciones del pueblo.